Cuando era niño, yo, mocos y mercromina, los viejos eran exactamente eso que el diccionario dice que son: seres vivos de edad avanzada. Viejos anunciados siempre, pregonados, por su cara de viejos. Seres en vía de extinción. Seres de otra glaciación. Seres fósiles de especie distinta a la nuestra. Más bien galápagos. Galápagos, sin duda.

Con el paso del tiempo todo va matizándose. Trastocándose más bien. La edad avanzada ya no es, al menos para mí, lo que era. Le han ido variando las angosturas. Más o menos como cuando el Coyote le cambiaba las señales al Correcaminos, así nos ha ido engañando la vida. Carretera cortada. Camino sin retorno. ¡Precaución! ¡Despeñadero de galápagos! ¡Qué lejos los días en que viejo era aquel muchacho de cuarto cuando tú estabas en tercero! ¡Qué lejos los días en que vieja era aquella muchacha de quince años cuando tú solo tenías catorce!

Lejos o cerca, pasados los años, todo va girando en torno a nuestra propia vejez. La que se nos mete dentro, la que nos anida y nos derrumba. Es una extraña suerte de relatividad de nosotros mismos. Todo es relativo a nuestra propia decrepitud. Los reclutas son más jóvenes cada año. O así los vemos detrás de los visillos de nuestra propia senectud.

La edad es siempre un misterio. Íntimo y relativo, pero misterio a la postre. Es más, la edad propia está en los otros. Viene de los otros. Descubrimos nuestra propia edad en los que envejecen a nuestro lado. Nos envejecen. En nuestros hijos, en todos aquellos que nos expulsan del paraíso de las primaveras perdidas. Pero, sobre todo, en los que un día dejan de envejecer y, esos sí, esos son los que nos envejecen del tirón. La vejez es la muerte a plazos. La muerte se nutre de los que se nos mueren. Nos morimos en los otros. Cuando nos faltan, nos va faltando su aire. Hasta la más absoluta asfixia. La vida es una trinchera, estrecha, larga y húmeda, batida por obuses caprichosos. Nos morimos a plazos. A derecha e izquierda. Los muertos de cada uno, esos con los que un día convivimos, son letras vencidas puestas al cobro. Letras aceptadas en un instante efímero de felicidad y juventud. Letras protestadas sin remedio el día del acabose final.

Pero, de todo esto, lo más curioso está en la cara de los viejos. Antes, para mí, los viejos tenían cara de viejos. Lo eran y lo parecían. Me parecían viejos. Viejos de veinte. Viejísimos de treinta. Galápagos de cuarenta. Y fin. Se les acabó el cuento. Curiosamente, lúcidamente debiera decir, a mí, ahora, los viejos no me lo parecen. No me parecen viejos. O no del todo. Ahora, para mí, los viejos, los más viejos, los viejos entre los viejos, tienen cara de niño. Y no les miento. En cada uno de ellos veo el rostro de un niño. Más o menos roto, más o menos ajado, pero siempre se me aparece un niño. Creo haberles visto antes, de niños, y les recuerdo. Podridas las carnes, quebrados los huesos, roturadas las sienes,... pero niños. ¿Qué es envejecer sino domar el rostro bruto de la niñez? En la estación término de las residencias de ancianos todos se me antojan niños. Sin las máscaras fatuas de la edad adulta. Hay una edad, entre la primera y la tercera, en que dejamos de parecer niños. Esa edad ufana y altiva en que nada nos duele y para todo tenemos respuesta. Esa edad, la de la soberbia, en que morir no entra en los cálculos. Esa edad en que creemos tener las llaves del reino en el bolsillo. Una edad enmascarada, en la que no se nos ve el rostro de niño. Una edad efímera como todas. Ni gusanos ni mariposas. Pero hay otra, humilde y descarnanda, en que el niño nos vuelve a la cara. El niño que fuimos. Niños viejos, pero niños al fin y al cabo.