XMxe encontraba en Copenhague en octubre cuando el asunto de las caricaturas empezó a provocar manifestaciones en Dinamarca. Entrevistado por un periodista de la redacción del diario que publicó los 12 dibujos, me informó de los vivos debates internos, del malestar de muchos periodistas respecto del asunto y, al mismo tiempo, de la sorpresa frente a la reacción de los musulmanes y de las embajadas árabes. Parecía, sin embargo, que la tensión no tenía que ir más allá de las fronteras de Dinamarca. Yo aconsejaba a los musulmanes que se abstuvieran de reaccionar emocionalmente, que explicaran tranquilamente por qué estas caricaturas les herían y que ni se manifestaran ni se arriesgaran a que se desencadenara un movimiento imposible de controlar. Todo parecía resuelto. Pero ahora hay que preguntarse por qué, tres meses después de los hechos, hay que reactivar el fuego de una controversia cuyas consecuencias son tan dramáticas como imprevisibles. Unos musulmanes daneses viajaron a Oriente Próximo a atizar el fuego del resentimiento; unos gobiernos, deseosos de poder demostrar así su apego al islam y justificarse a los ojos de su población, aprovecharon la oportunidad y se presentaron como los grandes defensores de la causa. Faltó tiempo para que una serie de políticos, intelectuales y periodistas, abogados de la otra gran causa, la libertad de expresión, se presentaran como los resistentes al oscurantismo religioso en nombre de los valores del Occidente. Y aquí estamos ante la gran simplificación, la polarización más simple que pueda existir: un choque entre civilizaciones; un enfrentamiento entre, por un lado, el inalienable principio de la libertad de expresión y, por otro, el principio que establece la intocable esfera de lo sagrado. Hay que encontrar la manera de salir de este círculo infernal. Lo que se está jugando en medio de este triste asunto es cómo medir la capacidad de unos y otros para mostrarse libres, racionales (creyentes o ateos), y al mismo tiempo razonables. La fractura que se dibuja hoy no es entre Occidente y el Islam. Es una fractura entre aquellos que, dentro de estos dos universos, saben ser lo que son y afirmarlo en el nombre de una fe y/o de una razón razonables, y aquellos que se dejan llevar por las certidumbres exclusivas, la pasión ciega, las percepciones reductoras del otro y las conclusiones precipitadas. Estos rasgos de carácter son compartidos a partes iguales por algunos intelectuales, sabios religiosos, periodistas y una parte de estos pueblos de ambos universos. En el Islam se prohíbe representar al profeta de cualquier forma. Aquí se trata no tan sólo de la expresión del respeto fundamental que se le debe, sino de un principio de la fe que exige que ni Dios ni sus profetas sean representados para evitar toda tentación de idolatría. En este sentido, representar a un profeta equivale a una grave transgresión. Si, además, se le añade el insulto y la confusión un poco torpe --la representación del profeta con un turbante en forma de bomba--, se entiende la naturaleza del choque y del rechazo que se manifestó ampliamente entre los musulmanes (algunos de los cuales ni siquiera eran practicantes). Pensaron que los caricaturistas se habían pasado: era importante que lo pudieran expresar y que fueran escuchados. Sin embargo, era necesario que no olvidaran que las sociedades occidentales, desde hace tres siglos, están acostumbradas (a diferencia de las sociedades musulmanas) al escarnio, a la ironía y a la crítica del hecho y de los símbolos religiosos, del Papa, de Cristo e incluso de Dios.

Frente a unas caricaturas tan torpes como desafortunadamente malas hubiera sido preferible exponer en público y sin estrépito sus principios y sus valores, y aplazar los razonamientos hasta un momento más favorable al debate sereno. Sin embargo, lo que hoy surge de las comunidades y del mundo musulmán es tan excesivo como insensato: las llamadas al boicot y hasta amenazas de represalias físicas y armadas, son totalmente desmesuradas. Invocar el derecho a la libertad de expresión para otorgarse el derecho a decirlo todo, de cualquier manera y contra cualquiera, constituye igualmente una actitud irresponsable. Primero porque no es cierto que todo esté permitido en nombre de la libertad de expresión. En las sociedades occidentales no se tratan de la misma manera los insultos raciales o religiosos. Las sociedades europeas han cambiado y la presencia de musulmanes ha modificado esta sensibilidad colectiva. En vez de obsesionarse por el derecho, hasta el punto de convertirlo en la dictadura del derecho, ¿no sería mejor llamar a los ciudadanos a hacer un uso responsable de su libertad de expresión que tuviera en cuenta las sensibilidades que componen nuestras sociedades? No se trata de añadir leyes y estrechar el espacio de la libre expresión. No. Se trata de apelar a que unos y otros utilicen sus derechos de forma razonable. Se trata más de civismo que de derechos: los musulmanes no piden más censura, sino más respeto. Estamos en una encrucijada: ha llegado la hora de defender el derecho de la expresión libre al mismo tiempo que el sentido de usarlo en su justa medida; de promover la autocrítica necesaria y de rechacen las verdades exclusivas y las posturas binarias. Necesitamos urgentemente confianza mutua. La crisis provocada por estas caricaturas nos demuestra cómo lo peor puede llegar a ser posible entre dos universos de sentidos distintos cuando se vuelven sordos unos con otros y son tentados a definirse el uno en contra del otro. Un desastre del que los extremistas de ambos lados no perderán ocasión de aprovechar. Si las mujeres y los hombres que adoran la libertad no se comprometen juntos y no resisten a las derivas de nuestro tiempo, entonces habrá que apostar por unas mañanas dolorosas y negras. De momento, está en nuestra mano elegir.

*Profesor invitado en la Universidadde Oxford e investigador de la

Fundación Lokahi