La suspensión cautelar en Santa Cruz de Tenerife de las celebraciones de Carnaval que superen los 55 decibelios a partir de las 10 de la noche abre toda clase de incógnitas de futuro a solo cuatro días de que empiece la fiesta. La resolución dictada por un juez de Tenerife a instancias de unos vecinos del centro de la ciudad, que el pasado año se quejaron de las molestias que les ocasionaban los quioscos de música, es rigorista en extremo y, en la práctica, impide el desarrollo del Carnaval tinerfeño. Es más, hace caso omiso de las excepciones contenidas en la propia reglamentación en materia de ruido desarrollada por Medio Ambiente, tal como ha recordado el director general de Calidad y Evaluación Ambiental.

De cundir el ejemplo canario --es de esperar que no--, algunas de las fiestas populares con más tradición pasarían a la historia, desde los Sanfermines de Pamplona a las procesiones de Semana Santa en toda España, pasando por fiestas mayores y verbenas de verano, tan ruidosa como apreciadas por la mayoría. La antiquísima tradición de la fiesta en la calle pasaría a mejor vida en virtud de una aplicación fundamentalista, por no decir simplista, de las normas que protegen el derecho al descanso nocturno. Y las celebraciones esporádicas y sin periodicidad establecida, como las deportivas, deberían prohibirse.

En el caso de Santa Cruz hay que añadir el perjuicio económico que se causa a la ciudad si se ponen cortapisas a la más universal de sus fiestas. Sería desconcertante que la continuidad de un Carnaval con dos siglos de antigüedad y que sorteó las prohibiciones de la dictadura se pusiera en discusión por una interpretación rigorista de la ley.