Periodista

Como en todas las demostraciones populares masivas, los seguidores y los detractores se reparten por igual. Los carnavales suscitan la controversia, el amor más apasionado y el rechazo más profundo, en virtud del disfrute o las molestias, pero sobre todo, por la participación o el alejamiento. Inútil, pues, polemizar con unos y otros de las maldades o bondades que arrastran o encierran. Hoy (o mañana, en algunos lugares), enterramos la sardina del deseo, o lo aplazamos, por y pese al tiempo. De todas formas, del carnaval de ETA y sus acólitos (activos o pasivos) mejor no hablar, por la forma ignominiosa de utilizar el tema como arma electoral.

Badajoz vive su Carnaval con intensidad, en ocasiones casi al límite, puesto que algunos de sus ciudadanos se preparan durante muchos meses, se sacrifican y disfrutan en los ensayos para intervenir durante dos o tres días en el concurso de murgas, en los recorridos nocturnos por bares y plazas y en el desfile dominical, si no se suspende. Recuerdan a los aficionados al teatro, con tal de subir a un escenario para vivir la emoción del imborrable instante de nervios, tensión, gloria o fracaso, aplausos o indiferencia, cuando no algún pateo que otro, se dejan la piel en los prolegómenos. Nada que objetar a este deseo porque cada uno gobierna su vida como pretende y le dejan. Ni siquiera que hayan convertido en uno de los grandes objetivos de su vida el ser carnavalero y que miren estos días al cielo para ver si la lluvia, no predecible, jode el invento, como ocurrió el domingo en Badajoz, aunque bien mirado, la suspensión del desfile alarga en cinco días la ilusión del Carnaval.

En la evolución de las letrillas carnavaleras, al menos circunscrita la observación a la ciudad pacense, el camino recorrido ha ido de la burla cruel a los políticos al encuentro con los problemas trascendentes o, al menos, más categóricos. Sin embargo, me llama la atención el fenómeno de las buenas intenciones referidas a la ciudad. Más o menos cantan que "todos la amamos, de Badajoz al cielo, descendemos de los conquistadores, somos los más grandes y cojonudos, y tenemos que defender con orgullo y tesón nuestras esencias." (Casco viejo, río, murallas, Puerta de Palmas, limpieza de la ciudad, etcétera)...

Loable, muy loable. Pero si proponemos (nos proponen) que vayan (vayamos) a vivir cerca de la Torre de Espantaperros, que hagamos una hora al día de limpieza de calles, que no ensuciemos, que exijamos la recuperación integral del río, que asistamos a actos culturales de relieve, que defendamos el orgullo de ser pacenses (o badajocenses) con hechos y no palabras, los voluntarios me temo que serían (seríamos) escasos.

Pero esto es, también, uno de los ocultos y contradictorios encantos del Carnaval, por encima o por debajo de la fiesta lúdica in extremis, de las bebidas en exceso o de concentrar casi todas las energías del año en cinco días. Son, somos, buena gente, y nos preocupamos de la paz, del amor, de la solidaridad, del hambre...

Y es que, cariño, el disfraz lo admite todo. El nudo de la cuestión es viejo: cuando te quitas la careta te enfrentas a la lucha diaria de la supervivencia. Y, entonces, los buenos sentimientos, incluso el vacío existencial, te empiezan a destruir poco a poco, hasta la próxima murga. Y si el tiempo no acompaña, apaga y vámonos. ¡Luz, más luz!

Eso sí, con permiso de Rajoy que aseguró en su campaña electoral que "hará un esfuerzo para que algunos que están siempre enfadados dejen de estarlo". Creí que era la letrilla de una murga, o que representaba a don Hilarión, pero no, parece que lo dijo en serio y sin disfraz. Menos mal que llegó Trillo, resucitó el perejil y nos condimentó una de sus salsas a todo un euro.