La propuesta que el presidente del Gobierno desempolvó el jueves pasado de su programa electoral para que los terroristas cumplan íntegramente las penas de cárcel se ha endurecido de forma sorprendente en cinco días. El límite de permanencia en prisión no se elevará a los 30 años, sino a los 40, el doble de lo que el Código Penal establece para todos los reclusos con una sola condena grave. A ello se añade el que se pretenda cegar la vía de la reinserción para todo aquel que, además de abandonar el terrorismo, no acepte convertirse en colaborador oficial y ayude a desmantelar la organización terrorista.

Es tan cierto que al Partido Popular no le faltará el fervor popular en su propuesta, como que ésta abre un complejo debate sobre si vulnera la Constitución democrática, que prevé que la prisión no esté orientada al castigo sino a la reeducación y reinserción social de los delincuentes. El factor disuasorio de unas condenas más severas no debe ser desdeñado. Ni los presos por terrorismo deben obtener la libertad de forma anómala y prematura. Pero dificultar la reinserción en la sociedad de los reclusos hasta hacerla imposible supone introducir la cadena perpetua, o casi. Y eso quizá requiera otra Constitución.