Escritor

En la oficina donde trabajo hay una mujer jovencísima, de ojos negros, que habla muy poco y que es extraordinariamente guapa. Considero que esa mujer es en gran parte un hallazgo mío, porque quizá yo sólo sé de su extrema juventud, de la insondable tiniebla de sus ojos, de su belleza perturbadora, de los muchos sigilos y sobreentendidos que arrastra su silencio. Habrá quien haya descubierto por separado algunos de esos dones, pero nunca todos a la vez, que eso es lo que de verdad la define y la convierte en un ser único, tan único y original que el mundo no sería el mismo si ella de pronto no existiera. ¿Se imaginan ustedes la catástrofe?

Habrá quienes crean que es mayor de edad, que sus ojos son sólo grises o castaños, que su voz susurrante y sus rubores de doncella se deben más a su torpeza que a su timidez, y otras calumnias de ese estilo. Pero sólo yo sé la verdad exacta, aunque secreta, de este asunto. A veces la miro como si fuese una invención personal mía: mi obra maestra, de la que ahora me toca disfrutar y sentirme orgulloso. Por un lado, me gustaría proclamar su belleza, despertar a la gente de la distracción o la ignorancia en que suele vivir, removerla de su profunda pereza estética, para que todos pudieran participar del prodigio que, estando ante sus ojos, son incapaces de ver o de intuir. Pero por otro lado prefiero callarme el secreto y reservármelo para mí solo. ¡Anda y que se jodan! ¡Y que cada cual se curre sus propias maravillas!

A veces la sigo por la calle. Al pasar bajo las farolas, ya de noche, la luz la encuadra un instante en una vitrina o en un charco de lluvia para mostrarla al observador como un objeto precioso, una rara joya perteneciente al tesoro real de un imperio ya extinto. Verla caminar en la oscuridad, adivinar su silueta entre los árboles, es un motivo incansable de asombro. ¡Ella y la oscuridad! Ella borrada por la noche. Ella y sus muchos dones devueltos de pronto a la imaginación, en peligro de desaparecer si yo no cuido de ellos, ovejitas descarriadas de las que sólo se oyen sus esquilas remotas, los tacones en la acera, el viento en su falda, el susurro andante de sus cabellos, los pasos muertos en el barro. ¿Me van entendiendo ya ustedes?

Pero también les diré que tengo miedo de que un día se eche novio, y de que sus cualidades pasen desapercibidas para el ser amado. ¿Quién sino yo sabrá percibir hasta la locura el mínimo temblor de sus latidos cuando se queda absorta, la indolencia de sus manos pálidas y frágiles, el sobresalto de sus senos cuando un suspiro la conmueve, el presentimiento de su carne más íntima brillando apenas, como una fuentecita con musgo en la espesura más profunda del bosque? La vida casi siempre es injusta y cruel. Ganas me dan a veces de abandonarla, de no mirarla más, de dejarla que se convierta en lo que era cuando yo llegué aquí: una mujer anodina, charlatana y vulgar, como tantas otras. Igual que el artista rompe su mejor obra en un sagrado arrebato de cólera. Porque yo la rescaté de la mediocridad y es muy cansado esto de que una mujer dependa tanto de ti y de que ella además ni lo sospeche. Como mucho, me dice: hola. Y yo le respondo: hola, pero un poco huraño, casi sin mirarla, que es lo que ella se merece, mi indiferencia, sobre todo cuando sonríe, tan juvenil, y le brillan los ojos negros y se queda en silencio, sin saber a quién le debe esos encantos, como si fueran suyos de nación, la muy tonta, sin sospechar que bastaría que yo cambiara de trabajo, o dejara la ciudad o la vida, para que ella se esfumara de golpe, pluff, como las figuras y músicas de los sueños. Bastaría eso para que su belleza y su juventud se quedaran en nada, en ni siquiera la sombra de un recuerdo.

Ahora bien, lo que de verdad me gustaría es que también ella pensara de mí que soy único, irrepetible, la criatura más maravillosa del mundo, y entonces, ¡ah, entonces!, ¿para qué necesitaríamos la oficina, la ciudad, el país, el planeta, si nosotros solos nos bastaríamos y sobraríamos a nosotros mismos y no habría fantasía que no se hiciera realidad? Y si ustedes no me entienden, sólo me queda hacer causa común con aquello que dijo un gran poeta hace ya siglos: "Quien lo probó lo sabe". Así de simple y misterioso.