El alocado ciclo político catalán que empezó con las infaustas sesiones parlamentarias del 6 y el 7 de septiembre termina hoy en las urnas. No en un referéndum unilateral convocado fuera del ordenamiento estatutario y constitucional, sino en unas elecciones autonómicas con plenas garantías que convocó Mariano Rajoy al amparo del artículo 155 de la Constitución después de que el hoy fugado Carles Puigdemont decidiera no hacerlo. No son unas elecciones normales; Cataluña llega al 21-D dividida en dos bloques que algunos quisieran irreconciliables, preocupada por las graves consecuencias económicas y sociales y sumida en la incertidumbre. El bloque independentista sigue instalado en el delirio pese a que la vía unilateral hacia la independencia ha mostrado ser un colosal y desastroso castillo de naipes. Bajo la negativa a entender el daño infligido, el victimismo y los llamamientos vacíos a construir una república imposible subyace la tozuda realidad. Ni siquiera 68 escaños garantizarían que el llamado procés siga adelante. Cataluña no necesita aventurerismos, sino coraje y responsabilidad, comenzando por la aceptación de la realidad.

Para el otro bloque, formado por Ciudadanos, PSC y PP, estas elecciones son una oportunidad para abortar la locura. Ciudadanos aspira incluso al hito de ganar las elecciones, y el PSC celebra los sondeos que le dan un muy buen resultado tras años muy duros. El PP, en cambio, corre el riesgo de pagar en Cataluña la factura del artículo 155, tras haber afrontado el auge del independentismo solo con la ley y el inmovilismo por bandera. En clave de política española, Rajoy se juega también mucho el 21-D. De la misma forma que el proyecto de Pablo Iglesias al frente de Podemos afronta una dura prueba a través del experimento de Catalunya en Comú. En un contexto tan polarizado, Xavier Domènech tal vez logre la llave de la gobernabilidad, pero está por ver con qué fuerza en forma de escaños la sostendría.

Estas elecciones no son una cita cualquiera. Ni Cataluña puede permitirse el lujo de seguir perdiendo tiempo, recursos y energías en políticas estériles que solo han causado daño y división ni el Estado puede verse en riesgo, ocupado en reflotarse económica e institucionalmente. Los independentistas deben evitar la tentación de gobernar contra el sentir de la mitad de los catalanes y del parecer del resto de España y de Europa. De la misma forma, el bloque contrario a la secesión no puede creer que un resultado del independentismo por debajo de la mayoría absoluta supondría el fin de la crisis política. La época en la que se gobierna solo para los propios debe terminar. Más que nunca, estas elecciones no deben ir de ganadores o perdedores, sino de reconciliación y de reconstrucción, de recuperar consensos dentro de los que discrepar, pensando en el bien común.