Los políticos catalanes se han empeñado en construir una identidad a la contra, sustentada más en los descartes y en la negación de lo español que en cualquier otro hecho diferencial; lo que les lleva a convertirse en auténticos protagonistas de una desmesura patológica y excluyente.

Aquel desafecto de otras épocas que Ortega y Gasset se propuso mitigar a base de conllevancia, se manifiesta hoy como una medicina inoperante, sobrepasada por ese cúmulo de despropósitos de los que últimamente tanta gala hace el nacionalismo radical.

La inminencia de su proceso electoral y la escasa diferencia que preconizan las encuestas, provoca que la clase política catalana se haya escorado hacia la radicalidad. Y que se justifiquen con ese mensaje viciado que atribuye la paternidad de los fracasos, no a su propia incompetencia, sino a un centralismo anticatalán, contrario a ese secesionismo que personifica para ellos la quintaesencia del bien, y en el que, con el ímpetu del converso, se ha zambullido hasta las trancas Joan Laporta . El puyolismo, con sus lacras, resultó ser un movimiento más sutil, que supo envolver sus reivindicaciones en un halo de respeto institucional, y tuvo la cautela de enmascarar sus intenciones bajo una capa de velada ambigüedad.

Valiéndose de la elasticidad interpretativa de la Constitución elaboraron un Estatuto de muy difícil encaje. Promovieron la reforma de una financiación que resultó ser un traje a su medida. Ahora pretenden estar por encima del Constitucional o actuar al margen del mismo. Pero la última ha sido ese simulacro de referéndum independentista que, como fuego fatuo, se les ha disipado entre las manos. Sin olvidarse de esa pasión incendiaria contra algunos símbolos, ni de ese afán tan suyo de abrazarse a un monolingüismo exclusivista, ni del intento de erradicar de sus costumbres los toros.

A diferencia del País Vasco donde hay equilibrio entre nacionalistas y constitucionalistas, en Cataluña la mayoría de la clase política respira por la herida.

Algunos de sus políticos dedican más tiempo y esfuerzo a construir un muro de aislamiento, que a resolver problemas, lo que provoca un distanciamiento cada vez mayor con las inquietudes de una ciudadanía, harta de que se utilice cualquier desencuentro para articular sobre él un discurso disgregador basado en una falta de sintonía que la calle no percibe.