Tras las primarias de Oregón y Kentucky, Hillary Clinton no se da por vencida y Barack Obama no se atreve a proclamar la victoria en las elecciones del Partido Demócrata. La primera, aunque ya no puede superar en delegados electos a su oponente, confía en algún milagro relacionado con su pírrica victoria en votos populares en el caso improbable de que los resultados irregulares de Florida y Michigan, anulados por la dirección del partido, volvieran a contabilizarse. El segundo se muestra cauteloso para no irritar a los partidarios de Clinton, cuyos votos le son necesarios para llegar a la Casa Blanca. Por eso el senador de Illinois, en vez de polemizar o envanecerse por el triunfo, elogió a su colega de Nueva York, "que nunca ha dejado de luchar por el pueblo americano".

La prudencia de Obama resulta más comprensible que la obstinación de Clinton. Esta sigue creyendo que su triunfo en los estados que son imprescindibles para un triunfo demócrata en noviembre (Ohio y Pensilvania entre otros), debido a los obreros industriales blancos o las clases medias bajas de los suburbios, sensibles aún al factor racial, la convierten en una candidata más fuerte frente al republicano McCain. Hipótesis de muy difícil confirmación y que choca con el viento de renovación que empujan los jóvenes, los negros y los sectores más cultivados o izquierda académica que integran la vanguardia entusiasta de Obama. Estos factores serán analizados por la dirección y los superdelegados. Aunque podría ocurrir que el 3 de junio Clinton utilice su amarga derrota como trampolín para la candidatura a la vicepresidencia.