Recuerdo que en mis años de estudiante de filología hube de leer, por prescripción profesoral, las novelas Entre naranjos, de Vicente Blasco Ibáñez, y Las cerezas del cementerio, de Gabriel Miró.

Me aburrió la primera y me fascinó la segunda, con su simbolismo misterioso de los cerezos que crecen en el cementerio de Posuna.

Desde hace años, la fiesta del Cerezo en Flor llena de visitantes los aledaños de Jerte, Navaconcejo o Cabezuela del Valle. Pero paisajes tan fotogénicos no son de árboles ornamentales, sino frutales, y a la recogida de la fruta, sustento económico de la comarca, no quieren venir tantos.

Estos meses se crean entre 5.000 y 10.000 empleos, la mayoría como jornaleros. Ocho de cada diez son rumanos y después vienen polacos, ecuatorianos, marroquíes y una ínfima cantidad de españoles.

Sorprende que, en una región con una tasa de paro oficial de más del 25% (en realidad mucho menos, la mitad trabaja en negro), casi nadie quiera ganarse un jornal recogiendo cerezas. Es cierto que los sueldos no son muy atractivos (entre 40 y 60 euros por diez horas de trabajo, desde las siete de la mañana) y muchos jóvenes desempleados dirán que se niegan a trabajar por «esa miseria», pero si se les pagara lo mismo por estar en una oficina con aire acondicionado, lo aceptarían.

Resulta triste que hayamos olvidado de esa manera nuestra historia, que es la de generaciones de campesinos que llevaron una vida dura pero honrada, y a nadie le viene mal fortalecerse al aire y al sol durante unas semanas, en lugar de pasarse el día enredando con el móvil, esperando que caiga del cielo el trabajo soñado.

Me cuenta mi padre del dueño de una finca de espárragos en Campo Arañuelo, que hace veinte años, necesitaba ochenta jornaleros para la recogida. Le dijeron que los trajera de Marruecos, pero él quería contratar a españoles.

Tras recorrer Extremadura, las dos Castillas y Andalucía, consiguió reclutar a ocho voluntarios. El resto lo completó con marroquíes.

Hoy algunas hijas de esos jornaleros (Nora, Hasnae) son estudiantes de la Universidad de Extremadura. Franz Kafka, quizá el escritor más influyente del siglo XX, dejó por un tiempo su oficina por el trabajo, que le parecía más saludable, como jornalero en las parcelas a las afueras de Praga.

La poeta Irene Sánchez Cartón, de Navaconcejo, heredó un cerezal y, junto a su esposo, recoge las cerezas cada año y las vende a una cooperativa local.

Cuando terminé mi curso como estudiante Erasmus en Orleans, fui alguna vez con mi amigo Arthur Edi (de Costa de Marfil) a recoger cerezas en el Valle del Loira.

Algo se está haciendo mal cuando dejamos que perviva esa mentalidad de señoritos, de que el trabajo manual ensucia, prejuicio desconocido en otros países y principal motivo de nuestro atraso durante siglos. Todos los trabajos son igual de dignos y, si los salarios no lo son, lo que hay que hacer es luchar por su mejora.