Es tan reciente que casi nadie se habrá olvidado del paréntesis institucional que se produjo en España entre el 27 de octubre de 2015 y el 26 de junio de 2016, aquellos 369 días sin Gobierno, con dos elecciones y dos investiduras fallidas. Un récord español, aunque no europeo.

Ese lo ostenta Bélgica, que con sus 541 días durante 2010 y 2011, además de lograr récord europeo, logró récord mundial. Luego le siguieron Moldavia (528 días entre 2015 y 2016), Camboya (352 días en 2013) e Irak (289 días en 2013). Recientemente, y en Europa, Holanda ha batido su propia marca (208 días en 2017), y 2018 lo hemos estrenado con récord alemán al que todavía no se le puede poner fecha fin.

Entre el 20 y el 22 de este enero, el Gobierno de Estados Unidos ha tenido que decretar el cierre de la administración por suspensión de pagos temporal, solo un año después de que comenzara la legislatura de Donald Trump. Lo mismo le pasó a Barack Obama en 2013, que tuvo que cerrar durante dieciséis días. Antes de aquel momento, esta situación no se producía en Estados Unidos desde 1995, y el cierre de Obama llegó a ser el tercero más largo de la historia del país (tras los de 1978 y 1995).

Si se dan cuenta, todo lo que acabo de relatar tiene dos características en común. La primera es que se trata de situaciones de bloqueo político bastante graves, en algunos casos inéditas, siempre por la misma razón: la imposibilidad de llegar a acuerdos por parte de los diferentes partidos políticos que representan a los ciudadanos.

La segunda característica común es que todos estos bloqueos —insisto: en algunos casos inéditos y en otros casos récord— se pueden fechar en la franja temporal 2010-2018. No parece casual que todo esto comenzara dos años después del estallido de la mayor crisis económica mundial desde 1929, y es sin duda preocupante que casi una década después la situación política no haya mejorado cualitativamente.

No sé qué más cosas deben ocurrir para que las élites políticas y económicas mundiales entiendan que hemos sobrepasado todos los límites, y que no van a servir ninguno de los parches que han previsto para este desaguisado. La presión social ante la terrible desigualdad no va a ceder, los sistemas políticos no van a dejar de temblar, los bloqueos no se van a dejar de producir y la estabilidad social no se va a dejar de ver resentida.

Son necesarios cambios profundos, radicales y de extensión internacional. No hay espacio para resumir aquí todos ellos —varios autores han propuesto algunos de calado, y aquí hemos hablado de muchos desde 2012—, pero hay algo absolutamente claro: o se construye un nuevo orden mundial por las buenas o se construirá por las malas.

Ya se hizo entre el 1 y el 22 de julio de 1944, en los llamados Acuerdos de Bretton Woods, en los que se crearon el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, poniendo las bases para el funcionamiento económico mundial durante las siguientes décadas. El excesivo control de Estados Unidos de aquella conferencia financiera y su ruptura unilateral de los acuerdos a partir de los años setenta fueron algunos de los problemas que dieron al traste con una buena idea.

Con muchos más países que entonces (solo participaron 44), con el poder económico más distribuido y ahora que hay más naciones democráticamente desarrolladas, es imprescindible convocar una conferencia política y económica internacional donde se diseñe el futuro de nuestro mundo.

La acumulación de la riqueza cada vez en menos manos, el desastre medioambiental, el auge de la ultraderecha y de la demagogia populista, el incremento de los delitos de odio y la creciente confrontación social entre clases, junto a otros problemas locales que acucian la convivencia, serán letales si no se llega a grandes acuerdos internacionales para un nuevo orden mundial.

El mundo necesita cerrar por reforma durante un par de meses para dar a luz un sistema sostenible durante otro medio siglo. Como se ha visto en los ejemplos con los que comenzaba el artículo, el mundo ya se está cerrando por reforma de facto y por fases. Solo hay que ponerse de acuerdo para hacerlo todos a la vez y con la voluntad de volverlo a abrir con un acuerdo global.