El mayor desastre ecológico de la historia de EEUU ha paralizado a Obama. No solo porque ha tenido que modificar su agenda y anular diversos compromisos, entre ellos, y por segunda vez, un viaje a Asia. La parálisis nace de la dificultad de hacer frente a una crisis en cuyo origen no tiene una responsabilidad directa y cuya solución no está en sus manos. Para la opinión pública, que quiere soluciones y espera que sus gobernantes las encuentren, la marea negra del Golfo de México se ha convertido en un examen sobre la capacidad del presidente para enfrentarse a una crisis inesperada. Y Obama está suspendiendo. Sus varios viajes a la zona de nada han servido para borrar la falta de reflejos que demostró en el primer momento, cuando la plataforma estalló. Si antes su frialdad frente a grandes retos, como la reforma de la sanidad, era una virtud que le adornaba y merecía elogios, ahora es su peor enemigo. La frialdad se apareja con la impotencia y la suma de ambas da como resultado la incompetencia. En la gestión de esta crisis, Obama ha perdido credibilidad y esta pérdida contagia otros dosieres. Sin ir más lejos, el muy inflamable de Oriente Próximo, con la crisis desatada por el asalto israelí contra la flota humanitaria, o el desafío iraní, y, en política interior, la reforma de la ley de inmigración. Los republicanos se frotan las manos.