Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

Los datos económicos del 2002 que nos van goteando los organismos oficiales, son realmente peores de lo esperado por el Gobierno e incluso por la oposición, pero hay dos particularmente preocupantes que demuestran nuestra delicada situación, la inflación del año pasado, el 4%, y nuestro bajo índice de productividad, y por graves y espectaculares que sean otros problemas, que lo son, como el desastre del Prestige; no por ello deben pasar desapercibidos estos otros, cuyo coste económico y social es mucho mayor.

Para los sindicatos, afortunadamente maduros, sólidos y conscientes, la cuestión se les torna difícil, porque una vez más tendrán que optar por estrategias delicadas y difíciles de orquestar, y entre ellas la más compleja de todas, como es la de buscar un equilibrio entre las subidas salariales y la generación de empleo. Pero si a esto se une la baja productividad, la situación se complica aún más, porque seguramente el mejor incentivo al crecimiento de la productividad está en transformar el trabajo precario en otros de mayor calidad y fijeza. Calidad que tan sólo se consigue con la formación real de los trabajadores, enseñando y especializando, mejorando en definitiva el capital humano productivo. Seguramente parte del mundo empresarial estaría dispuesto a entrar en ello, porque el deterioro de la competitividad que la inflación conlleva tan sólo puede ser contrarrestarlo con un fuerte aumento de la productividad. La concertación social en las circunstancias presentes es obligada, y aunque ciertamente una parte sustancial de la misma se debería al acuerdo entre los sindicatos y las organizaciones empresariales, no por ello la clase política debe estar ajena a ella, ni el Gobierno ni la oposición son convidados de piedra en tema tan importante. Es cierto que por primera vez, el Gobierno no dispone de alguno de los resortes clásicos de intervención, no hay moneda propia, no tenemos banco emisor y no podemos fijar el interés básico, todo ello corresponde al Banco Central Europeo. Y es bueno que así sea, aunque nos dificulte actuaciones concretas para el control de la inflación, obligándonos a actuar no sólo sobre las consecuencias, sino sobre las causas. Una de las causas son las disparatadas subidas de precios, particularmente la alimentación, en la que una parte sustancial de la misma, tiene un ciclo que empieza y acaba en nuestro territorio y sobre el que es factible actuar. Actuar, como no puede ser de otra manera, dentro de la normativa comunitaria, y por lo tanto respetando las reglas del mercado. Pero la norma más básica del mercado es la capacidad de elegir por parte de quien compra, y se pueden, y en mi criterio se deben, introducir la legislación oportuna, que impida que muchos productos de alimentación en destino tengan un precio cinco, seis, ocho y hasta veinte veces mayor del que tienen en origen. Un mecanismo legal que premiase y discriminase positivamente a aquellos vendedores y distribuidores de alimentos que voluntariamente ejerciesen un autocontrol de los precios, bien articulado y publicitado sería un magnífico instrumento en el control de los precios y por lo tanto de la inflación, a la vez que beneficiaría al conjunto de la ciudadanía, echaría una mano a nuestros sufridos agricultores y ganaderos, que escandalizados y con razón, contemplan impotentes cómo se minusvaloran sus productos en origen y cómo se multiplica su valor en destino.

El chapapote de los precios es aún más oscuro, duro y pegajosos que el del Prestige.