Rajoy ha pisado el charco de la inmigración que, como todos los charcos, aparece tranquilo en la superficie, pero tiene un fondo limoso y oscuro. Algunos socialistas atolondrados se han frotado las manos, pensado que los zapatos del PP quedarán mancillados de barro, pero éste, como todos los charcos, puede tener sorpresas.

En primer lugar, muchos votantes tradicionalmente conservadores observan el fenómeno de la inmigración con sosegada placidez, e incluso con un punto de gratitud, porque gracias a ella se ha restablecido el servicio doméstico, que había alcanzado unos porcentajes residuales. Las nuevas empleadas domésticas es probable que tengan una forma de trabajar distinta, pero acuden a las casas, y trabajan. Por el contrario, en algunos barrios de tradicional voto socialista, el fenómeno de los inmigrantes se observa desde una perspectiva menos plácida porque concurren algunas circunstancias que disturban lo políticamente correcto. Por ejemplo, ese votante socialista se ha quedado sin subvención para la guardería, porque ha ido a parar a un trabajador marroquí o ecuatoriano. O la plaza escolar ha sido ocupada por un niño de Senegal. O la casa de vecinos ha cambiado y hay sábados en que se escuchan demasiados ballenatos y cumbias a todo volumen, o ha aumentado la conflictividad callejera. O el puesto de trabajo en disputa se ha dirimido a favor del inmigrante. Estos acontecimientos no se perciben, ni en los despachos de los subsecretarios, ni en las urbanizaciones en las que suelen vivir los altos funcionarios, pero forman parte de lo cotidiano de muchas familias en las que va larvando un sentimiento, no sé si de intolerancia, pero al menos de aprensión.

Rajoy ha pisado el charco y puede mancharse, pero si el charco no está claro, tampoco lo está el ánimo con que los diferentes sectores de la sociedad española, más allá de la retórica, se enfrentan a la inmigración.