WRw afael Correa ha cosechado una victoria arrolladora frente al centrista Alvaro Noboa en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales ecuatorianas. La amplitud del triunfo de Correa, que dobla en votos a su oponente, seguramente evitará el penoso espectáculo de los candidatos enzarzados en desacreditar la limpieza del proceso electoral, pero no despeja ninguna de las incógnitas asociadas a la bisoñez del ganador, un populismo de perfiles imprecisos y la previsible oposición del Congreso --el presidente electo carece de grupo parlamentario propio-- a la refundación del Estado mediante un proceso plebiscitario. Seducido por el proselitismo bolivariano de Hugo Chávez y con la esperanza de que el petróleo ecuatoriano desempeñe un papel dinamizador similar al que tiene en Venezuela, Correa se opone a firmar el tratado de libre comercio que promueve Estados Unidos, propone la vuelta de su país a la disciplina de la OPEP y la asociación de los países latinoamericanos más pobres para renegociar la deuda exterior. Justo lo contrario de lo que han defendido los últimos presidentes ecuatorianos y que ha acarreado el desprestigio de los políticos, el atroz empobrecimiento de la población y la inmigración galopante. Todo lo cual induce a pensar que el resultado de las elecciones resume más los miedos de los ecuatorianos que su confianza en que Correa estabilice el país, corrija las injusticias y promueva una redistribución eficaz de las rentas del petróleo. Dicho de otra manera: los votos recogidos por Correa son, por encima de todo, sufragios contra el establishment que ha dejado a Ecuador en la ruina.