He aprendido que los choques no son buenos para nadie. Ni siquiera para quien gana en una batalla dialéctica, empresarial, política o sentimental. Siempre dejan un reguero de sangre, una película sin final feliz y, lo que es peor, una manera irresoluble de incapacidad para arreglar los problemas. Cada uno tenemos nuestros ejemplos, en carne propia o ajena, aunque cuando escucho historias de desencuentros, conflictos y rupturas lo único que se viene a la cabeza es la dificultad que el mundo tiene para caminar en una dirección buena para todos.

¿Y qué es lo bueno y lo mano? dirán ustedes, a quienes ni siquiera dan un respiro los comienzos de curso con las crisis de Corea de Norte o Cataluña, todo un ejercicio de cómo si las cosas van peor pueden llegar a serlo aún más. Y en este batiburrillo de actualidad en el que nos encontramos, asistimos a la confusion que generan los mensajes en distinta dirección, la continua ceremonia de declaraciones cruzadas digna de un mal patio de vecinos y, sobre todo, esa extraña sensación de que parezca hasta normal.

La otra tarde, mientras paseaba por el parque, escuché a dos amigos hablando de las cuitas cotidianas en la escalera de su bloque. Había, además de una cierta animadversión a quienes no comulgaban con sus planteamientos, un ánimo de enfrentamiento que mucho distaba de la necesidad de paz y diálogo en los conflictos. Ni que decir tiene que aquello sonaba a todo menos a constructivo. No puedo negarles que sentí una cierta impotencia, algo parecido a la sensación cansina que ya me provoca el culebrón catalán y lo que nos queda.

Es significativo que avancemos tanto en tecnología y medios para aumentar nuestro bienestar, pero que aún no se haya inventado un remedio contra los choques buscados o encontrados. Aunque les parezca un milagro, hay momentos en los que ocurre todo lo contrario. Y es que el ser humano es de todo menos perfecto. Quizá por eso nunca deja de sorprendernos.