Filólogo

La Iglesia ha prohibido que la gente confiese a través del fax y de internet para no violar los elementos constitutivos del sacramento de la penitencia: nadie como ella para preservar sus esencias y para precaverse del peligro tecnológico, pero en el veto se advierte que internet también ha dejado a la Santa Madre Iglesia en zapatillas y con la caja sin herramientas: si el catecismo Ripalda exigía, como condición de validez, la confesión "de boca", jamás imaginó que pudiera uno confesarse con la mano.

Y a fe que la confesión cibernética desorienta porque ponerse ante una página electrónica que te recibe con un "Welcome", escribir en ella tus pecados que desaparecen automáticamente a los pocos segundos, y creer que eso es suficiente para irse con la conciencia limpia, no es fácil de encajar. ¿Pueden los clústeres sustituir al confesionario, el olor a cera, la penumbra, la cercanía física de los sujetos, el diálogo, y la consecuencia psicológica? ¿Puede todo eso suplantarse por un simple "chateo" con Dios desde cualquier ciber?

La confesión es el gran arma de la iglesia y más de uno estará en que no habría que desatender una técnica que puede aumentar los clientes, aunque pudiera también acarrear alguna regulación de empleo eclesiástico y es que esta revolución tecnológica, tan atropellante, supera los escenarios más imaginativos y los de más antiguas usanzas y a lo más que llega uno es a comparar la confesión por internet con el cibersexo: insípido, desalmado, sin entusiasmo. Posiblemente más de uno entre a ver qué pasa y tal vez pudiera encontrar el "deus ex machina" por esa puerta, acabando con irredentos descreídos.

Sea como fuera, de boca o por internet, la pregunta sigue siendo la misma: ¿hay alguien al otro lado? Tras esto, a uno sólo le cabe hincar la rodilla ante el tópico y terminar la columna como hay que terminarla: "Que Dios nos coja confesados".