Cuando ese enfermo que es la economía, cae en un estado tal de postración que es incapaz de reaccionar ante ningún estímulo y cualquier remedio le resulta ineficaz, automáticamente empieza a sonar el ruido ensordecedor de todas las alarmas.

Para desactivar este riesgo, es preciso recuperar la iniciativa, dejar a un lado los apriorismos ideológicos y las maniobras de distracción. Sabedores de que el tiempo juega en nuestra contra, que sólo una terapia de choque y un cambio inmediato de rumbo, serán capaces de terminar con esta suerte de fatalismo que se ha instalado en nuestra forma de vida.

Inicialmente, siguiendo la prescripción facultativa keynesiana, se prodigaron estímulos económicos con los que incentivar el consumo y reanimar la actividad. La inversión pública trató de tapar ese agujero que el sector privado fue incapaz de restañar. Esta política proteccionista generó un endeudamiento excesivo en las arcas del Estado, a cambio tan sólo de achicar agua, de ganarle la partida al tiempo, de mantener una respiración asistida de dudosa eficacia y perdurabilidad. Algo que sirvió para prolongar un estatus que ya no nos correspondía y que sencillamente no nos podíamos permitir.

Si el Gobierno ahora, por temor al contagio griego, se apoya en el plan de austeridad, y hace más selectivos los estímulos económicos, la situación aún tendrá su recorrido. Pero si continúa acumulando déficit, las agencias de valoración rebajarán inexorablemente su calificación, con lo que se acrecentarán las dificultades a la hora de colocar la deuda, necesitando una elevada prima de riesgo para compensar esta atmósfera de desconfianza.

El sistema financiero, mientras tanto, sigue enrocado en una realidad ajena al ruido, haciendo oídos sordos a la demanda inversora de las familias y de las empresas. Practicando un aprovisionamiento con el que hacer frente a las altas tasas de morosidad. Pero hasta que la transfusión crediticia no circule con fluidez por las correntías económicas, cualquier reforma coyuntural o estructural, aún siendo necesaria, carecerá de efectos concluyentes.

El diálogo social, con su cortejo de propuestas para reformar el mercado laboral, la competitividad de las empresas, el cambio de modelo productivo o el sistema de pensiones, es un reto que hay que afrontar con sentido de Estado. Porque hemos traspasado el umbral y ya no hay vuelta atrás. Debemos dotarnos del pragmatismo necesario como para navegar a contracorriente, hasta volver a encerrar al genio dentro de la lámpara. Es el precio que hay que pagar por retornar a la senda del crecimiento, lejos del déficit público y de los altos niveles de desempleo, si queremos evitar que la marea baja proyecte sobre la arena una exhibición de nuestra propia debilidad, junto a un indeseado paisaje de ruina y lodo.