WSw i Afganistán fuera un Estado normal, las elecciones presidenciales que hoy vivirá ese país asiático serían un gozoso acto de expresión de la democracia y, con independencia del resultado, un ejercicio de cohesión social. Desgraciadamente, no será así porque la extraordinaria violencia que asuela a ese torturado territorio hace que la cita electoral se convierta en un suceso política y estratégicamente necesario pero con unos riesgos tan altos para la población que lo harían inimaginable en cualquier otro país.

Afganistán --una sociedad tribal, dato fundamental que no debe olvidarse-- ha sufrido el desgarro de dramáticos conflictos internos en los últimos 30 años, germen de su caótica situación actual. Invadido el país en 1979, aún en la guerra fría, por una Unión Soviética que todavía podía exhibir músculo militar, diez años de conflicto del Gobierno títere de Moscú con la guerrilla islamista financiada por Estados Unidos dieron paso a una guerra civil y, en 1996, al triunfante régimen de los talibanes. Cinco años después, el horror del 11-M despertó dramáticamente a Washington de su error estratégico: la trama de los atentados posiblemente no habría cuajado sin el caldo de cultivo del Afganistán talibán. El resto es más conocido: Estados Unidos atacó a sangre y fuego el territorio afgano con el propósito de acabar con lo que consideraba la semilla y el santuario de Al Qaeda. Una patada en el avispero.

Hoy, casi ocho años después, Afganistán --y, por extensión, Pakistán, país con el que configura una realidad geopolítica-- sigue siendo la piedra de toque de la lucha contra el terrorismo islamista. Occidente se ha implicado, bajo el mandato de la ONU, en la pacificación del país, aunque, a juicio de muchos observadores, no en la medida necesaria para asegurar su eficacia, y la OTAN ha hecho de la misión en el país casi una prueba crucial de su papel en el siglo XXI. Los soldados desplegados en suelo afgano superan los 100.000, pero eso no ha sido suficiente para cambiar de forma significativa una realidad en la que la violencia está tan enraizada como la corrupción del Gobierno.

Los talibanes siguen cometiendo atentados tremendos contra las fuerzas internacionales y los colaboracionistas e intentarán convertir la jornada de hoy en un baño de sangre. Y, sin embargo, aun bajo esas dramáticas condiciones, las elecciones son un atisbo de esperanza para que Afganistán llegue a ser algún día un país libre.