De pronto tomas conciencia del momento y miras a tu alrededor. La luz de las once de la mañana, la soledad de una avenida, el silencio fugaz, tus manos en el volante. Sabes que has llegado a la ciudad extraña, a esa ciudad que duerme dentro de ti y despierta cuando menos te lo esperas. La desnudez de un minuto cualquiera te asalta y no sabes cómo reaccionar.

Sientes ahogados los años de tu vida, detenidos los instantes que viviste y paralizados los impulsos y las sensaciones. Cuando todo pasa, ves que estás en el mismo lugar en el que te dejó tu madre antes de entrar en el colegio, en la misma acera que una noche casi no pudo sostener tu borrachera de adolescente, en el mismo punto en el que la desesperación te asaltó cuando decidiste romper con aquel amor maduro, en la encrucijada que un día, a tu regreso a Badajoz, te señaló el camino de la vejez, y sabes que estás dentro de la ciudad extraña, de la ciudad sin límites en la que se agolpan muchas vivencias sobre el mismo diámetro. De pronto reconoces el olor de tu piel y se pone en movimiento el mundo, y en tu cerebro la sangre vuelve a fluir con prisas. El espejismo responde a algo más que un mero accidente vascular. No estás enfermo, no sientes dolor, no es tu cuerpo lo que produce este estado. Es la ciudad extraña, la que nunca pudiste abarcar porque tenías que vivirla muchas veces, muchas vidas, muchas muertes cerebrales como ésta.

Entonces la luz se torna familiar, te clava brillos no deseados, te envuelve con su agenda monótona de oscuros y claros. Y con terror, con el escalofrío que atenaza tus músculos, recuerdas que tienes que seguir viviendo sobre el mismo lugar para cumplimentar la agenda.

*Dramaturgo