Tengo un perro que se llama Max, un amigo fiel que lo paseo todas las mañanas. Cuando hace sus necesidades, las recojo en una bolsa negra de las que facilita el ayuntamiento en papeleras reservadas al uso.

A Max le gusta olisquear las flores de los jardines que acaricia con su húmedo hocico sin romperlas, sentir la suavidad de la hierba bajo sus patas e importunar inocentemente a las palomas que se encuentra a su paso.

Por ello, en ocasiones, me llaman incívico, irrespetuoso e incluso insolente, a pesar de que mi perro no bebe, no fuma, no se droga, no pinta gaffitis en las paredes ni rompe botellas de alcohol contra el suelo ya que no practica el botellón, ese que ennegrece y ensucia la ciudad a merced de borrachos engreídos cuya huérfana educación provoca desastres en ocasiones de difícil reparación.

Max no entiende la actitud de estas personas que le afrentan al pasear cuando cualquier noche de sábado, se observa que las calles y las esquinas huelen a orín humano, los jardines de madrugada están sembrados de botellas como si de una destilería casera se tratara.

A pesar de ello el civismo de ciertos jóvenes centrado en la diversión aún a costa de destrozar lo público y lo ajeno es poco reprobado por la sociedad actual, mientras que mi amigo Max, por ser leal a sus instintos domesticados con el aval de su adiestramiento, es considerado un enemigo que deteriora el medio ambiente.

En fin, juzguen ustedes mismos, de incomprensiones está llena la vida.

Vicente Franco Gil **

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