Profesor

Andan los claustros de los institutos extremeños bastante soliviantados y, aunque alguien pudiera pensar que este tipo de asuntos no le atañen, convendría no olvidar que de la educación que reciban nuestros jóvenes, cómo funcione el sistema educativo, dependerá en gran medida cómo le vaya a nuestra sociedad en el futuro. El malestar docente, si efectivamente existiera, no sería una enfermedad leve, sino síntoma de un mal más serio que, de no corregirse a tiempo, habría de suponer un grave quebranto a nuestra salud social.

Hay motivos para el desaliento. La otrora ansiada y hoy efectiva generalización de la educación secundaria, la progresiva realización del derecho constitucional a ser educado, han traído consigo nuevos retos, no siempre superados. El principal de ellos, el de mantener en las aulas unos niveles de calidad que no conviertan en papel mojado ciertas aparentes conquistas. Pero, con independencia de este malestar de fondo, existe desde hace semanas una sensación muy extendida entre el profesorado extremeño, como prueban los acuerdos adoptados por numerosos claustros, de que las autoridades educativas regionales no tienen en la más mínima consideración los criterios de los docentes. Y no de mala fe, sino por la falta de perspectiva de la que adolecen, encerrados en despachos, rodeados de afines y recelosos de que quien cuestione sus decisiones sea un apestado. O, al menos, un reaccionario de tomo y lomo.

Ilustraremos lo que decimos con un ejemplo. La Ley de Calidad, impulsada por el Gobierno central, ha supuesto un importante cambio en la enseñanza secundaria. Respondiendo al clamor existente sobre las buenas intenciones luego fallidas de la LOGSE, promovida en su día por el PSOE, esta nueva norma ha intentado remediar algunas situaciones que no se podían mantener sin grave peligro del sistema educativo. Es cierto que la ley contiene aspectos abiertamente rechazables, como el papel que le asigna a la enseñanza de la religión, impropio de un estado no confesional, pero incluye aciertos indiscutibles. Entre ellos, el de poner fin a la llamada promoción automática , que hacía que todos los alumnos, tirios y troyanos, con independencia de su esfuerzo, de sus conocimientos, fueran pasando de un curso al siguiente, y de éste al posterior, incluso, en ocasiones ¡con más de diez asignaturas suspensas! Al establecer que en esas condiciones un alumno no podrá acceder al curso superior, la Ley de Calidad contempla también la realización de pruebas extraordinarias que den a los chicos una nueva oportunidad de superar sus deficiencias antes de que se haga inevitable la repetición de curso. Es evidente que, como reza el comunicado de un instituto cacereño, la adecuada preparación de una prueba extraordinaria requiere de un período de tiempo que no puede reducirse a días . Como lo es que la realización de dichas pruebas inmediatamente a continuación de las actividades académicas normales, sin pausa alguna, privaría a los alumnos de la posibilidad de encarar los exámenes extraordinarios con las debidas garantías de éxito y convertiría el derecho que la ley les reconoce en un mero formulismo.

¿Sabe el lector en qué fecha habrán de realizarse los mencionados exámenes en Extremadura, por orden de la Consejería de Educación? Pues en el mes de junio. Las autoridades educativas están en su derecho de acordar lo que han acordado. Incluso no dudamos de que les guíe una loable intención de favorecer a los más débiles, pero, ¿no actuarán bajo los exclusivos criterios de la disputa política, que les lleva a hacer justo lo contrario de lo que haga su oponente? ¿No podrían fijarse un poco más en la opinión de los profesores que día a día se dejan la piel en las aulas? ¿Tan poco crédito les merecemos?