Es más fácil administrar la abundancia que la escasez. En tiempos difíciles no hay grandes soluciones. Todo lo más, profecías agoreras que nos indiquen que cualquier tiempo futuro va a ser peor que el que hemos conocido.

En eso han estado las televisiones de este país durante la semana pasada: un florilegio de catástrofes que han sacudido el planeta como si se tratara de un paseo por el infierno del Dante. En el fondo se nos venía a decir: ¿De qué os quejáis si os suben la luz, si el resto del mundo avanza hacia la oscuridad?

Pero inmediatamente después llegan los pronósticos. Acostumbrados a convivir con nuestros propios desastres, gobernantes y comunicadores insisten en que la cosa va a ser todavía más dura el año recién nacido. Nos entretienen con leyes pequeñas sobre el consumo de tabaco y la velocidad de los coches, pero mientras tanto la verdadera ley la dictan los departamentos de recursos humanos de las empresas y la política de riesgos de las entidades bancarias. Podemos quedarnos en el paro y sin ahorros tangibles. Los profetas se curan en salud para que cuando llegue el momento de la protesta el sistema pueda responder: Nosotros ya se lo advertimos. Ahora no se queje .

Han conseguido que nos sintamos culpables de nuestra propia desgracia. No solo eso: la misma banca que se ha visto beneficiada con el saneamiento de dineros públicos ahora abona las tesis de una oposición que denuncia al Gobierno por no tener suficiente liquidez para hacerse cargo de las ruinas del Estado del bienestar. Estamos instalados en la paradoja permanente, y el mundo del dinero es lo más parecido al perro que muerde la mano que le da de comer. Con esos espejos deformantes más vale volver a pensar en lo individual y dejar lo colectivo. Algo así como: ¿cuántos nombres amigos voy a tener que borrar de la agenda? ¿Cuándo llegará la primera alegría? ¿Cuántas navidades más me quedan por vivir? Es la política vital. La que depende de la providencia y no de la mala fe de los poderosos.