Una sociedad consciente de la superioridad de los valores de la palabra y la templanza sobre cualquier otra forma de expresión política no debe temer las reivindicaciones airadas que discurren por cauces desordenados. La utilización del derecho penal para responder al ejercicio de la disidencia debe ser ponderada para no confrontarse con la libertad de expresión. En todo caso, cuando sea necesaria una dosis de derecho penal se debe ajustar al principio de proporcionalidad y evitar, por lo general, las penas de prisión. La sanción pecuniaria es más adecuada para castigar algaradas y alteraciones del orden social. Evita la cárcel a los desaforados e incluso a los que expresan su discrepancia por métodos tan primitivos como la quema de símbolos de personas e instituciones.

Los manifestantes de Girona rechazaban al jefe del Estado en su doble condición de cabeza visible de las instituciones constitucionales y por su origen dinástico. El no a los Borbones pudiera ser entendido, paradójicamente, como una desconcertante melancolía histórica que reclama la vuelta de la casa de Austria. El enfrentamiento de ambas dinastías, a principios del siglo XVIII, marca el origen de las tradicionales reivindicaciones catalanistas y sus aspiraciones de convertirse en nación independiente.

El afán de los independentistas por la diferencia les ha llevado a modificar sus símbolos nacionales, añadiendo una estrella a la senyera que simboliza los sentimientos mayoritarios de muchos catalanes. Como se ve, nada nuevo que pueda alterar la percepción de los acontecimientos o justificar el estruendo de los medios de comunicación, elevando a un grupo de vociferantes a niveles de publicidad absolutamente injustificados.

XLA QUEMAx de los retratos de los Reyes o de la bandera española es una muestra de la rudimentaria cólera que constituye el sustrato de su pensamiento político. El fuego, como forma de expresión de las ideas y los dogmas, es un rescoldo de los absolutismos del pasado. Estos comportamientos no son exclusivos de los desorientados dinásticos de Girona. Los carpetovetónicos españolistas de rompe y rasga se regocijan con la quema de los símbolos y enseñas de los nacionalismos históricos. El insulto soez y los actos vandálicos son la expresión de una deficiente educación personal y de una deplorable incultura política.

Los titulares de algunos medios de comunicación pudieran encontrarse en las hemerotecas de los tiempos de la revolución soviética, anunciando la toma del Palacio de Invierno.

El equilibrio entre las posibilidades de expresar de forma colérica las ideas y la defensa de las instituciones atacadas debe ser cuidadosamente ponderado. Si lo que se pretende salvaguardar es el bien jurídico que encarna el respeto a las instituciones del Estado, debemos partir de convicciones sólidas y serenas. Como se ha demostrado reiteradamente, ni siquiera los terroristas pueden poner en peligro la estabilidad y la superioridad de las instituciones democráticas.

El crédito de la Corona no sufre el menor daño por la quema de unos retratos. Tampoco lo aumenta rasgarse las vestiduras y transmitir a los ciudadanos la sensación de que nos encontramos en el límite de supervivencia de nuestra esencia nacional o del modelo de sociedad que recoge la Constitución.

El derecho penal, como instrumento de respuesta a los actos que perturban gravemente la convivencia social, no puede convertirse en un factor que contribuya a reforzar las ideas de los ciudadanos que se colocan, en el ejercicio de su libertad de elección, fuera del sistema. Cuando una manifestación, inicialmente política, se convierte en algarada callejera puede merecer una doble sanción, bien administrativa o dentro del precepto penal que castiga los desórdenes públicos. Ir más allá, supone un reflejo autoritario que no tiene cabida en el sistema de valores democráticos que todos debemos respetar.

Los códigos penales de todos los fascismos pasados y presentes magnifican la injuria o el menosprecio a sus instituciones y al jefe del Estado. El Código Penal de la dictadura, en plena exaltación de la simbología fascista, castigaba las ofensas contra el Movimiento Nacional o contra sus héroes, sus banderas o emblemas con penas de hasta seis años de prisión.

Quienes optan legítimamente por la concentración, el grito o la pancarta, deben reconsiderar si la quema simbólica de los retratos de los Reyes es un acto que merece respeto o resulta contraproducente para sus aspiraciones. En todo caso, la cuestión debe zanjarse en los foros del debate político o en las sedes de un juzgado ordinario que se enfrenta a una algarada callejera.

El Rey es el jefe del Estado y puede compatibilizar perfectamente su posición constitucional con la estructura autonómica, cuasi federal o federalizada, que permita integrar en la Constitución a todos los españoles. El ejemplo de Bélgica puede servir de advertencia a estos apolillados o neófitos devotos de la monarquía. El Rey tiene la posibilidad de ser la clave del futuro que sostenga cualquier forma de organización territorial del Estado.

*Magistrado emérito del Supremo