WEw l viaje organizado a toda prisa por el presidente de Colombia, Alvaro Uribe, para disipar la desconfianza que suscita en el Cono Sur el acuerdo militar que su país negocia con Estados Unidos --se concreta en siete bases militares-- es difícil que haga cambiar de opinión a los gobiernos del continente que se oponen a él. La historia y la indefinición formal del tratado justifican sobradamente los recelos de los países latinoamericanos y otorgan un plus de popularidad al líder venezolano, Hugo Chávez, y su coro bolivariano, mientras erosionan la influencia de posibilistas consumados como el presidente de Brasil, Lula da Silva, y la jefa de Estado chilena, Michelle Bachelet.

Si el Plan Colombia, negociado a partir de 1999 por el presidente Bill Clinton y continuado por George Bush, con una limitación al menos teórica a combatir el cultivo de coca, nunca fue bien recibido por la comunidad latinoamericana, el nuevo tratado, íntimamente vinculado a la lucha contra las FARC y los narcos, es lógico que suscite aún más dudas. No porque el terrorismo o el tráfico de drogas disfruten de una cuota de simpatía mayor a la de antes de empezarse a negociar, sino porque, como ha declarado José Mújica, senador del Frente Amplio uruguayo, "cada vez que (los norteamericanos) se establecen en América Latina es para complicarnos la vida". Un sentimiento compartido por todo el pensamiento progresista.

El camino elegido por Uribe para afrontar problemas endémicos de su país y tener más peso en las relaciones de Estados Unidos con la comunidad latinoamericana entraña, además, riesgos de deterioro en la vecindad de Venezuela y Ecuador. En el primer caso, porque al frente de las operaciones figura alguien tan imprevisible como Chávez; en el segundo, porque el Gobierno del presidente Rafael Correa puede sentirse más inclinado que nunca a alejarse del consenso continental invocado en la Cumbre de las Américas del pasado abril.

Es probablemente una simplificación imaginar que el tratado que firmará Colombia se convertirá en el instrumento inmediato de Estados Unidos para condicionar a los regímenes latinoamericanos que tiene por menos amistosos.

Pero no hay forma de considerarlo un compromiso estrictamente limitado a la relación bilateral de Bogotá con Washington. Contiene tantos elementos implícitos de presión política que no hay manera de soslayarlos por más garantías que dé la Administración de Barack Obama.