Desde la aprobación la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, este país ha seguido sufriendo el maltrato de la violencia de género. Un maltrato que ha victimizado a demasiadas mujeres en España. Y que tiene mucho que ver con la eficiencia en mayor o menor medida de la legislación y las actuaciones policiales; y en gran parte, en la capacidad de insuflar valores a nuestra sociedad para que no exista resquicio de tolerancia alguna hacia los maltratadores y hacia las conductas violentas.

Una sociedad que mata, con la mayor de las impunidades a madres, abuelas, hijas, novias o amigas no puede ser una sociedad sana. Y que se queda subsumida en la orfandad de los miles de huérfanos que son testigos y testimonios de esta brutal violencia. En el lenguaje de la calle se murmura a cerca de qué tipo de persona, hasta hacía unos días, en el devenir de la calle, parecía alguien normal. Y no puede ser que bajo esa apariencia de normalidad esta sociedad se vea sorprendida, y casi cómplice de conductas que apuntan a la criminalidad de una violencia, que está apoyada en ese concepto de la patrimonialización de la otra vida. Como si la vida del ser fuera una especie de mercancía, a disposición de un concepto de propiedad del padre, del marido, del hijo o del amigo.

Basta ya de suponer una normalidad donde está habiendo una batalla subyugada y vacía en el silencio de la complicidad de una tolerancia, más basada en el viejo aforismo de la privacidad del hogar, frente a la intolerancia que una debe tener cuando se practica la violencia más terrible, porque se emprende en el seno del hogar, del lugar donde una y uno debiera tener la seguridad más absoluta.

Esta violencia infringe derechos tan fundamentales como el de la intimidad, el de la seguridad e integridad personal, el de la libertad, entre otros. Valores que deben ser causa de defensa denodada de cualquier sociedad democrática y pacífica, que aspira a protegerlos porque son máximas de una convivencia en paz.

El debate político está ahora, en esta especie de legislatura en fuga, en firmar un gran pacto contra la violencia, que genere nuevos mecanismos jurídicos, económicos y sociales para luchar contra esta lacra, que martiriza en vida a tantas y tantas mujeres. Y luego está la sociedad, todos los que conformamos la sociedad civil que debiera articular mecanismos de sensibilidad hacia hechos violentos, que reproche de tal manera, que ni siquiera la intimidad del hogar pueda darle la cobertura cómplice para seguir ejerciendo cualquier tipo de violencia.

Esta sociedad debe de dejar de ser equidistante con lo que pasa en la casa de al lado, con los llantos recurrentes, y ponerse a denunciar lo que no siempre la víctima puede hacer por falta de apoyos, a pesar de las huellas que el maltrato queda patente en el diario físico y mental de cada mujer, esposa, madre, hija, abuela, hermana o amiga. En pleno siglo XXI una sociedad no puede quedar subsumida a relatar día sí y otro también la virulencia de esta barbarie, acotada en el escenario privado del hogar, que debe ser invadido, con el espacio público bajo la fuerza de la razón, la ley y la solidaridad de gran parte de esta sociedad civil. Que debe dejar de mirar por el retrovisor de los medios de comunicación o redes sociales, y ponerse a ejercer de militante en defensa de la integridad de estas mujeres. Nunca puede justificarse el ejercicio de la violencia en el hogar o en el entorno familiar por mor de argumentos del que ejerce la violencia, ni siquiera victimizar por argumentos que todos ellos van enfocados a desterrar física y mentalmente a la mujer, esposa, madre, hija o amiga.

Más que nunca ese pacto contra la violencia necesita la virtualidad del compromiso de una sociedad, que podría definirse enferma de mirar para el otro lado cuando cae una víctima de la violencia contra las mujeres.