XMxe encontré con él sin esperarlo. Había sido una referencia en aquellos primeros momentos de la Transición cuando la izquierda parecía que iba a comerse el mundo. Todavía guardaba la prestancia de quien había sido un líder, construyendo discursos impecables con los que fabricar un mundo nuevo. No me anduve por las ramas y le pregunté a bocajarro : ¿Cómo estás? Confieso que esperaba una respuesta, en clave de solución a toda la desesperanza que nos estaba amordazando. Me miró, sin embargo, con ojos profundamente cansados como si quisiera desahogarse conmigo, y me habló : --¿Sabes, Antonio ?, tengo la sensación como si de pronto estuviéramos desnudos de identidad, engullidos por una cultura globalizada, fuertemente mediatizada por quienes controlan nuestros pasos y nuestras nóminas. El gran teatro del mundo occidental, el mundo rico se representa en dos escenarios. Uno, el de los patronos, los que hacen la guerra, controlan el dinero e hipotecan a todos y cada uno de los habitantes del gran hormiguero. Ahí es donde se decide todo. Luego hay otro espacio. Es el de los que consumen y van o vienen en la limitada dimensión que les permiten los amos. Estas hormigas no deciden, sólo trabajan y gastan, aunque dentro de un orden. Pero van y vienen. Son turistas ocasionales o devoradores de exotismos y placeres de catálogo. Se sienten protagonistas pero no lo son. Se divierten por los carriles marcados y agotan las reservas del mundo por sus bocas o con sus máquinas. Se autodestruyen. Creo, siguió confesando mi amigo, que vivimos una extraña pesadilla entre el falso Mundo feliz de Aldous Huxley y Metrópolis de Fritz Lang. Es, también, el Gran hermano de Orwell, prosiguió. Todo o casi todo es impudicia. Todo es apariencia. Moda, drogas, sexo, exhibicionismo. Ese es el margen que tienen las hormigas felices del primer mundo para su destrucción programada. Nada les pertenece, sólo el desencanto. Y hay otro que se muere a chorros, de hambre física, de humillación. Es un mundo que está cerca del otro, del nuestro. Es el último mundo, el que inunda de pateras las conciencias insensibles de las marionetas ricas. Es un reducto de rencor y odio contenidos. Es un mundo que necesita rezar, como en la noche de los tiempos, cuando el mono estaba desnudo frente a los enigmas, la oscuridad y la muerte.

Estaba absorto, como petrificado, escuchándole. Seguía dominando la capacidad de transmitir ideas con fuerza y convicción. Me sorprendía aquel viejo amigo. Y no paró. --Soy creyente y soy marxista, ahora más que nunca, ambas cosas. Ya sé que es complejo, aunque para mí no tanto. Soy creyente, continuó relajado, porque reflexivamente quiero sentirme dentro de una parte de la la familia humana que navegó por la historia, entre luces y sombras, y a la que considero mi familia cultural. Que se elevó espiritualmente desde las cúpulas de las catedrales, pero que se enfangó, también, entre el oro y los inquisidores. Y que igualmente derrochó caridad desde sus actores más humildes.-- ¿Sabes?, me dijo, podría explicar, como marxista, que las catedrales se construyeron tras las guerras de los poderosos, a través de fuertes excedentes de mano de obra casi esclava, para señalar el poder, diferenciar las castas, marcar el territorio. Sería muy fácil, desde el materialismo histórico, explicarlo todo. Y sin embargo soy creyente porque necesito serlo, ahora más que nunca, para buscar algo más que lo que se nos ofrece, para intentar una coartada moral, espartana, adusta, a favor de un objetivo de supervivencia. Y me apoyo para ello, continuó con firmeza, en Jon Sobrino, en Ellacuria y en su Teología de la liberación . Es la única respuesta que encuentro para construir un futuro mejor, que sepa frenar inteligentemente toda la ruina que nos rodea, desterrando al becerro de oro pero acudiendo, al mismo tiempo, a la ciencia, al mundo científico, por si aún es capaz de armar un soporte de progreso universal y solidario. --No soy capaz de situar el futuro de otra forma, me machacó convencido. En el fondo quizás no sea más que un krausista extemporáneo, porque mi escepticismo me lleva a aceptar que tanta riqueza ostentosa, tanta explotación y apenas ninguna armonía en la naturaleza nos va a llevar a la destrucción.-- Te confieso, aseveró relajado, que he perdido la fe en la humanidad, con lo que nos animó, desde aquellos días del sesenta y ocho, la esperanza de redimirla.

--¡Pero Luis, le contesté entre tímido y angustiado, es posible que la izquierda europea e internacional reaccione y las cosas cambien, que venga otro ciclo¡.

--No lo creo, me contestó convencido. Sólo avanzan las pateras. Africa se muere para nuestra vergüenza. China consume frenéticamente, devora todo. No creo que haya futuro. El fundamentalismo es más fuerte, se apoya en su fe y quiere una parte de la tarta que estamos liquidando sin medida. Las abejas llevan doscientos millones de años sin cambiar su organización y subsisten. Nosotros no tenemos nada que hacer. Nos comemos el mundo, vamos al caos.

--¿Y qué hacemos?, casi le interrogué angustiado.

--Pues no lo sé exactamente, contestó. De momento, tomar conciencia de las cosas y empezar por algún gesto, entre estas fiestas tan excesivas. Ser más estoicos, un poco más pobres, más humanos y solidarios. Tal vez más religiosos a la manera que pudieran entenderlo ciertos cristianos o determinados marxistas. Quizás como Jon Sobrino.

Se despidió de mí con un fuerte apretón de manos. Sentí cercano el calor instalado en la inercia de su caudaloso mensaje, y supuse que tardaría mucho en volver a verlo. O tal vez me equivocaba, porque aún no he dejado de darle vueltas a todo esto. Y hay noches que apenas duermo, pensando y pensando.

*Exalcalde de Mérida