El compromiso que asumirá el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en la próxima cumbre de Copenhague dedicada al cambio climático será bastante más de lo que cabía esperar hace solo unas semanas y bastante menos de lo deseado por la Unión Europea, las organizaciones ecologistas y la mayoría de la comunidad científica. Pero ha sido suficiente para inducir a China --primera potencia productora de gases contaminantes-- a doblar las tasas de reducción de emisiones en el periodo 2010-2020. Algo indispensable para que se produzca un efecto arrastre y lleve a otras economías en plena expansión a adoptar compromisos parecidos.

A la vista de las presiones de un Congreso receloso, que mantiene congelado en el Senado el proyecto de ley ad hoc aprobado en la Cámara de Representantes, y de una industria que debe competir con las economías emergentes, ni Obama ni el ala liberal del Partido Demócrata pueden ir más allá sin comprometer el equilibrio. Dicho en pocas palabras: la disposición del presidente a prometer una reducción de las emisiones de CO2 del 17% en el 2020 con relación a 1990 es un objetivo modesto --la UE, más ambiciosa, está dispuesta a rebajarlas el 30% si hay un acuerdo internacional--, pero es impensable que se fije objetivos de mayor alcance. Y, aun así, es harto improbable que de aquí a las elecciones de noviembre del próximo año vea la luz la ley que permitirá poner en práctica las medidas que Obama anunciará en Copenhague.

Desde que se produjo el relevo en la Casa Blanca, los lobis industriales y de la energía no han dejado de maquinar para hacer imposible un cambio de enfoque radical que se exprese en el compromiso serio de la primera potencia industrial con el futuro del planeta. Escudados en la contención de los costes para poder competir con China y la India, los grupos de presión porfían todos los días para reducir los cambios al mínimo indispensable. Pero esta táctica dilatoria no hace más que justificar la resistencia de las nuevas economías --especialmente las dos citadas y Brasil-- a adoptar medidas para reducir las emisiones de CO2. Si los Estados Unidos, desde su posición de liderazgo, no afrontan el problema, entienden que ellas no deben dar el primer paso.

Como en otros campos, la herencia recibida resulta desastrosa para el equipo de Obama. El desinterés de George W. Bush por el cambio climático y sus efectos, que muchos de sus asesores negaron y niegan a todas horas, instaló en el ánimo de una parte del tejido económico de Estados Unidos el convencimiento de que las preocupaciones ecológicas eran cosa de radicales desbocados. Cambiar esta mentalidad será un proceso forzosamente lento.