Hace unos días me comentaba un colega periodista que había reducido considerablemente la atención a los correos que a diario recibe de gabinetes de prensa de diferentes administraciones públicas; a la vez que iniciaba una huelga de teclas ante lo que considera como la evolución de la comunicación política hacia la mera propaganda del cargo.

Cuando fue elegido presidente de Costa Rica, Luís Guillermo Solís tomó la decisión de que los edificios públicos construidos durante su mandato no llevasen ninguna placa con su nombre, cuando no deja de cuestionarse el protagonismo de algunos políticos en detrimento de la Institución a la que representan. Dice el profesor Pere Oriol que además de las acciones y eventos hay cuestiones que siempre se deben comunicar desde las áreas de prensa públicas, como el Plan de Gobierno, el Plan Anual de Comunicación, los productos y servicios, o el propio discurso del equipo de Gobierno.

¿Cuál es la diferencia entonces entre lo que hacen unos y otros, entre los que comunican sólo una parte, principalmente actos públicos con presencia de autoridades, y los que hacen una comunicación integral de base? Fundamentalmente la forma en que llegan al ciudadano, y por extensión la percepción de éste ante ambos.

Si bien es cierto que tender a la simplificación y reducción de la comunicación política va en contra del propio Gobierno, no lo es menos que en pleno siglo XXI no se entendería una Institución sin su perceptiva dosis de información pública, con la correspondiente traducción en un aumento de la transparencia, en un momento en el que se vuelve necesaria para recuperar la credibilidad de la sociedad.

Después de la reflexión de mi curtido colega, me queda más claro que lo que tiene que buscar, y por lo que hay que trabajar, es un correcto equilibrio entre lo que se comunica, el respeto a los ciudadanos y poner la transparencia y la credibilidad como la base desde la que construir el trabajo de comunicador político-institucional.