Filólogo

La Iglesia, madre misericordiosa y auxiliadora, debiera instaurar la figura del defensor del invitado a bodas y comuniones, o al menos aumentar el presupuesto de Cáritas para familias damnificadas por aluviones sacramentales de primavera.

Llegar el mes de mayo, sacar el traje y empezar el peregrinaje es todo uno: tengo una comunión el sábado en Plasencia, el domingo que viene en Mérida, al otro en Cáceres y el último domingo del mes tengo dos en el pueblo, a una va mi mujer y a otra yo. Necesariamente uno tiene que pasar antes por la caja de ahorros para un préstamo personal.

Y es que como a uno le coja una racha de comuniones y bodas, mejor será que se declare ateo o se enfade con amigos y familia. Porque la cosa no está en ir a la comunión: Mira, que tengo mucho interés en que vengas a la comunión del niño, sólo he invitado a la familia y a los amigos íntimos como tú, o sea tres legiones.

La cosa está, sobre todo, en no dejarte de lado el regalito de comunión, que hoy es ya un regalito a la carta: Pues cómprale a la niña unos pendientes de oro, y ya saben ustedes cómo están los pendientes de oro y lo mona y despierta que está esa niña vestida de blanco y oro manejando el limosnero: mona y lista, como la madre que la parió.

Y lo grave es que todos, juiciosos, nos avisan: la Unión de Consumidores previene del despilfarro, el disparate, el contrasigno, la estupidez de gastar en comilonas y regalos durante las angelicales comuniones; los obispos reniegan de este ateísmo práctico, de la paganización del sacramento y de la falta de espiritualidad; los sociólogos dicen que esta forma de cristianismo y estas primeras-comuniones-con-listas-de-regalos tienen los días contados, y que la sociedad está instalada en un cristianismo de baja intensidad con graves efectos colaterales.

¿Será verdad que en España el sector sanitario más numeroso y menos atendido es el de salud mental?