De un tiempo a esta parte tengo la sensación de que la vida va tan rápida que no tenemos tiempo de digerirla, que los hechos son tan cíclicos que no somos conscientes de cuándo han ocurrido por primera vez, y que las cosas van y viene como las modas, de manera que los extremeños, en lugar de espabilar e indignarse de ver que todo sigue igual, permanecen como resignados. Se puede decir que esperan, tal y como han hecho siempre, a que quien mueve los hilos se acuerde alguna vez de ellos mismos.

La pregunta de ‘cuándo nos toca’ o la idea de que Extremadura es ‘una tierra saqueada’ porque se llevan nuestro valor añadido o porque en su día nos quedamos casi sin gente por culpa de la emigración nos persigue desde antes de la etapa autonómica. Podemos afirmar que el concepto de deuda histórica no solo está incluido en nuestro Estatuto como herramienta reivindicativa ante Madrid, se ha instalado en nuestra personalidad hasta el punto de exteriorizarlo cada cierto tiempo en forma de pataleo. Y así llevamos años, con el tándem ‘calentón/calma chicha’, lo que ha provocado que en otras partes de España, y sobre todo en la capital del reino, nos apliquen el dicho de ‘perro ladrador, poco mordedor’.

No me resigno a ser un extremeño conformista. Y tampoco me resigno a que el calentón reivindicativo se apague como una vela después de Semana Santa esperando a que pasen los meses para encenderse nuevamente. Me rebela que, en ocasiones, nuestros partidos políticos anden mirándose el ombligo y se dobleguen a los intereses electorales del gobierno de turno, dejando a un lado su verdadero objetivo que no es otro que una Extremadura de justicia. No me considero muy regionalista, ni mucho menos nacionalista. Es más, creo que este sentimiento en Extremadura lo han abanderado muchas veces los partidos nacionales dejando a un lado las formaciones eminentemente regionales, pero creo obligado decir que la realidad es tozuda y nos muestra lo que hay: un sin fin de desigualdades entre Extremadura y otros territorios de este país.

Porque es verdad que Extremadura ha avanzado estos casi 40 años de democracia y estos 34 años de autonomía. Negarlo sería mentir. Pero tampoco hay que ser un ingenuo dado que el resto de comunidades ha experimentado un avance brutal, tanto que ha provocado que como nuestro punto de partida era de muy atrás las diferencias sean en algún caso abismales.

Hay que entender que la España que nos hemos fabricado es rara. Para empezar ya no somos un país como se entiende en los cánones políticos occidentales: nuestro apego a la patria, la corona o la bandera hacen aguas y los gobiernos autonómicos han provocado que, en ocasiones, más que proyecto común tengamos una merienda de caníbales ansiosos por llevarse la mejor presa. Pero si las reglas del juego son esas, lo que no puede ser es que Extremadura esté haciendo solitarios o esperando que las cosas cambien y al prójimo le entre el sentimiento de hermandad.

La sociedad civil debe tomar cartas en el asunto. Entender que en Extremadura no todo es la Junta y los partidos políticos. Que son los entes sociales unidos los que deben liderar un cambio de concepción; a quien de verdad temen los gobiernos. Hay precedentes: en 1999 varias plataformas ciudadanas de Teruel, agentes sociales y ciudadanos en general crearon la coordinadora ‘Teruel existe’ para pedir un trato justo e igualitario para la provincia de Teruel en materia de infraestructuras. Créanme que ha dado sus frutos.

Está claro que ‘quien no llora, no mama’ o mejor dicho: nadie va a venir a salvarnos si no gritamos. Está claro que la única manera de contar con herramientas como el resto de territorios y competir en igualdad de condiciones o parecidas de manera que ganemos población y que la gente quiera venir aquí a plantear un proyecto de vida es ejercer una presión coordinada que provoque en los gobernantes un problema reivindicativo de verdad.

De lo contrario seguiremos en el vagón de cola, quejándonos año tras año de las migajas que nos dejan los Prespuestos Generales del Estado, pero sin darnos cuenta de que el tiempo pasa y las generaciones futuras se marchan. Y así nos plantamos en otros 40 años. Eso sí, con el calentón cada cierto tiempo.