En qué momento se jodió todo esto? La deriva de las últimas semanas de la cuestión catalana nos está conduciendo a demasiados callejones sin salida y a la asunción de posiciones maximalistas, de las que será difícil posteriormente desdecirse. Toda una trampa.

O quizás no lo sea tanto. Porque, repitan este mantra cuantas veces quieran, estamos ante un problema político, creado y alentado desde la clase política y sustentado en una creencia de lo que ciertos políticos piensan que los demás pensamos. O, incluso si no es así, deberíamos hacerlo y allí están ellos como vivo recordatorio. La salida, solución o, al menos, la preparación del «día después» debiera nacer de la política. Si es que interesara hacerlo.

Siempre que oigan a alguien desde una poltrona, despacho, mitin o plató de televisión (¿no se han cruzado ya sus caminos?) hablando de «clamor popular», échense a temblar. A salvo de tan honrosas como escasas excepciones, la apelación a ese fuego popular siempre esconde una de las siguientes tres intenciones. La primera, capitalizar un problema que existe y preocupa a una parte de la población con intensidad moderada, con la voluntad de hacerlo propio y público y así liderarlo, rentabilizando los «esfuerzos». Segundo, que ni siquiera haya algo ni remotamente parecido a una preocupación, pero aun así se desee interesadamente hacer de ello bandera reivindicativa (¿recuerdan los miles de niños desnutridos que había sólo en Madrid? ¿La oficina antidesahucio cerrada por falta de actividad?).

Queda una tercera, que reconocerán de inmediato: la profecía autocumplida. Estamos ante un perverso mecanismo que funciona como un reloj: se recoge el «sentir popular», básicamente de los que ya están alineados, y se plantean propuestas que se saben de antemano rechazadas, con el ánimo de convertirse a la vez en mártir y adalid. Con la fuerza del adivino, del que ya sabía que esto venía, ya había avisado. Porque desde el primer momento el objetivo es la confrontación y no ningún otro tipo cualquiera de resolución.

Para que todo esto cuele, sólo hace falta dotarlo de una arquitectura sólida: las apelaciones al diálogo y a la democracia. Convenientemente disfrazado del luchador, del oprimido, del mártir. Los barrotes como destino resignado, pero apetecible. Cada acto del ordenamiento jurídico, de la legalidad, se celebra en la algarabía de que el juego sigue. Hasta una simple multa de tráfico no es más que una muestra represora del poder omnímodo. Nos persiguen, nos ahogan. Antes de salir a celebrarlo a los balcones, conversemos entre barrotes, que da caché. Como todos aquellos millones que según su relato pisaron en las celdas franquistas. Sin ese pedigrí, verdadero o no, poco importa, la revolución, hermano, se te queda grande.

¿No debiera quien pide diálogo a la otra parte encabezarlo con alguna propuesta que no sea «si no me das lo que quiero, no hablamos»? ¿No tendría quien anhela el diálogo permitir que en su propio seno --culmen de la democracia moderna y popular-- se debatiera? La exigencia del diálogo, bien lo sabe Rajoy y bien debieran saberlo en Ferraz, se hace con la boca pequeña, esperando el «no». Porque les da más fuerza frente a su masa (ya) enfurecida. Por eso no hemos visto ni una sola propuesta desde Cataluña que se salga del cauce del referéndum unilateral y no controlado por nadie más que ellos. Por eso, cerraron el altavoz de su propio Parlament a los partidos de la oposición, por la vía del decreto de urgencia y la excepcionalidad que tan bien esos opresores que ellos descartan ser.

¿Alguien ha decidido que lo verdaderamente democrático es únicamente el «derecho a decidir»? Si ya es discutible que este derecho fuera aplicable en Cataluña, aun entendiendo que exista una voluntad popular que quiera tener voz, tienen de la mano una convocatoria de elecciones garantista que, en caso de victoria mayoritaria del cuerpo político del «sí» a la independencia, sería un perfecto inicio para construir el diálogo para otra consulta. Sólo que eso no es su camino, porque no sirve para la destrucción de la poca cultura democrática que queda ya. Por no hablar del desprecio absoluto a quienes no piensan igual y exigen respeto a las reglas. Será que éstos no son demócratas.

Al final, Zavalita, ya sabes: «Con esos nunca se sabe, las cosas comienzan en manifestación y terminan en revolución».