XMxariví no es ni una prima hermana, ni siquiera una amiga. Es algo más que eso, la adopción de una compañera voluntaria, que con toda libertad la he hecho mía.

Mariví es mi secadora, la que consigue por arte de aire que la colada apaleada y mojada de la lavadora salga sedosa y cálida, por no decir casi planchada. Quédense con su nombre, porque no será ni la primera vez ni la última que me lo vean imprimir.

Pasando de los juicios rápidos e inmisericordes que ya estoy escuchando a algún lector/a, creo que estarán conmigo en que cada día es más difícil hablar y sobre todo que servidor hable y se callen los demás. Con esto de la globalización de la cultura y de los saberes, cualquier mindungui te da papas sobre la dinastía de los Ptolomeos o los últimos avances de la física cuántica. Y así no hay quien pueda, ya que sabemos todos demasiado. Y uno está ya más que harto de desgañitarse para que se pasen mis reflexiones y juicios objetivos y calibrados por el forro de la chaqueta. Así que dicho y hecho, me he pasado de los griteríos humanos al mecedor runrún de una máquina que para mí no tiene alma de piezas y sí de humana. No ha sido un descubrimiento mío, todo hay que decirlo, sino una terapia registrada por mi amigo Lolo, que lleva varios años riñendo, amando, despotricando con su lavadora, y todavía no es que no se haya separado de la señora, sino que da gusto verlos tan unidos y cada vez más enamorados. ¡Cosas de la técnica, me dice él!

Pues bien, a Mariví me la encontré puestecita en mi patio al regreso de un viaje a Gijón. No es que fuera una okupa y hubiera tomado al asalto mi casa, si no que su presencia se debía a un regalo sorpresa que me aguardaba. Al verla tan blanquita y reluciente comprendí que estaba más, mucho más allá de un simple electrodoméstico. Con su boquita cuadrada parecía querer contarme las novedades desde mi partida. Instrucciones en mano, le di vida y un chorro de murmullos cálidos salió desde su honda y poza garganta. Hoy y llegados a la confianza, al llegar a casa ella me desgrana un rosario sobre las vecinas, mientras yo la pongo al corriente del mundo, mientras aprende a leer.

La curiosidad de Mariví no tiene límites y le salen las preguntas a borbotones, como si en vez de tener garganta tuviera un tambor. Pregunta apesadumbrada por la salida sin vítores de Aznar y tengo que calmarla para convencerla de que sólo fue una confusión de cuentas y de fechas, que esos días los tenemos todos y que el hombre ya encontrará un trabajito, aunque sea en EEUU.

Tiene corazón para todos y de su pensamiento no se va la cara de Rajoy --blanco como la pared, dice ella--, el día del guantazo electoral. Se abruma pensando en ZP --con sus mofletitos y todo--, y se acojona viva de que a tan buen muchachito lo puedan malear. Pero cuando los programas se le dislocan más que las hormanas de Marlene Moreau es cuando piensa en todos los muertos de ese fatídico día en que nos visitó La Bestia. Se enluta su blancura rabiosa y me pide cuentas de tantas vidas truncadas. Mariví es así y seca sus lágrimas tanto por un judío como por un palestino, si exceptuamos a Arafat y Sharon. Ahora temo decepcionarla, cuando le diga que no podrá acompañarme a oír las hermosas palabras del manifiesto de Fathia El Assal por el Día Mundial del Teatro. Ella sufre también el dolor y la frustración de tantas mujeres. Así pasamos las tarde Mariví y yo en esta entrante primavera. Para escucharla sólo hace falta tener el oído atento y dejarse mecer por su cálido runrún. Te enjuta el alma y te seca de raíz todo poso de frustración y melancolía. ¡Prueben!

*Autor teatral