Escritor

Admiro a Francisco Umbral por muchos motivos. Por su talento, por su trayectoria, por la figura que ha dibujado de sí mismo y que ha perfecionado con un pulso de genio --cosa tan rara y tan de maravillarse en un país de envidiosos que sólo ven en él una frase o una postura atildada--. Yo admiro a Umbral porque practica un ascetismo inteligente, un credo voluntarioso, una catequesis de palabra diaria y donde no hay más hostias que el verbo ni más milagro que el trabajo perpetuo. En ese verbo sí creo yo.

Y no es que lo que diga Umbral sea más o menos cierto que lo que dicen otros articulistas, es sencillamente más hermoso, y la belleza disfruta de una lucidez más deslumbrante que la propia verdad, porque la verdad puede ponerse del lado de muchos bandos a la vez, pero la belleza sólo conoce un camino.

Creo yo que ese camino lo intuyó Umbral en el pretil de sus primeras lecturas, y decidió recorrerlo en un empuje primerizo y alucinado. Nada que no le ocurra o otros muchos. Pero no todos gozan del mismo ingenio, ni de la voluntad, ni de la suerte de Umbral.

Ya en uno de sus libros, creo que en Trilogía de Madrid, lo dice, algo así como que sabía desde pronto de la existencia de todos los oficios, de gente honrada, menestral, gente laboriosa que posibilita con su esfuerzo que el tren marche y que el pan esté cada mañana en los estantes de la bollería, pero también supo que en los sustratos de la sociedad transcurre un río de tinta negra, una raza menor como una vena subterránea que hace que palpiten los periódicos y que giren los universos rectangulares de los libros, una secta de exquisitos, una tribu de gente sin carnet y sin partido que llevan cantando su canción durante siglos, pero sólo dicen su copla a quien con ellos va.

Por eso admiro a este hombre. Porque detrás de los cristales de sus gafas de miope relumbra el lampo de los magistrales, de esos señores impares a los que las musas entregan sus secretos en los insomnios para que ellos lo viertan cada mañana en su prosa de altísimos poetas.