La exhibición de músculo ha sido la marca con la que la tiranía de Corea del Norte se ha dirigido al mundo desde la división de la península en 1945. Los golpes de efecto de Pionyang se saldaban con ayuda económica y alimentaria de las grandes potencias, que así frenaban temporalmente la escalada militar. El primer interesado en esta paz social era el vecino chino, temeroso de un flujo masivo de norcoreanos en caso de inestabilidad. Con la llegada al poder (2011) del tercer Kim de la dinastía comunista, el régimen ha acelerado la producción de artefactos balísticos y nucleares, culminada con el lanzamiento de un misil intercontinental que podría alcanzar Alaska, es decir, EEUU. El impredecible Kim Jong-un tiene enfrente a un dirigente también impredecible y escaso además de ciencia política. Donald Trump respondió al penúltimo desafío norcoreano enviando a la zona un grupo naval de combate. Ahora lo ha hecho con maniobras conjuntas con fuerzas surcoreanas. También ha descubierto la soledad de su posición. Creía haber encontrado apoyo en Xi Jinping, pero es objeto de una pinza de Pekín y Moscú. La primera pide la congelación simultánea de toda demostración nuclear norcoreana y de los ejercicios de EEUU y su aliado surcoreano. La segunda exige la desnuclearización de la península. Estas exigencias ponen a Trump en posición de debilidad mientras permanecen los riesgos que plantea un tirano megalómano.