La Unión Europea sigue dando muestras de una deriva que avala el populismo de la peor especie en sus países miembros. Primero miró hacia otra parte cuando el primer ministro italiano Silvio Berlusconi impuso un censo de la población gitana hace un par de años y después pactó con Muammar el Gaddafi un acuerdo por el que Libia, que no ha firmado la convención de la ONU de Derechos Humanos y carece de un sistema de asilo político, le soluciona a Italia el retorno de los inmigrantes sin papeles.

Ahora, los principales líderes europeos han hecho gala en su última reunión de un corporativismo indecente al callar ante las deportaciones de gitanos ejecutadas por el Gobierno liderado por Nicolas Sarkozy.

El gremialismo y oportunismo manifestados en el Consejo Europeo han dejado al presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, siempre condescendiente con los poderosos, como el único en esta ocasión capaz de plantarle cara al presidente francés y, por extensión, al resto de los dirigentes europeos, ciegos y mudos, entre ellos, a José Luis Rodríguez Zapatero, que incluso tiene descolocado a su propio partido.

Al menos por una vez, Barroso ha asumido su papel de guardián de los tratados, entre los que se incluyen la libre circulación de las personas de los países miembros y el respeto de los derechos humanos.

Las expulsiones de la población romaní y su uso espurio por parte de un presidente en horas muy bajas, avaladas por el resto de dirigentes europeos, así como los problemas más genéricos planteados por la inmigración, ponen de manifiesto la incapacidad de estos líderes en la actual situación dominada por la crisis y la recesión.

Su respuesta a las pulsiones xenófobas de parte de la población es la de alimentarlas. La etnia y la religión son utilizadas como línea divisoria, cuando se trata de un problema social que requiere soluciones sociales. El auténtico baremo debería ser el respeto de las leyes del país.

En clave positiva, esta crisis permite que los gitanos entren en la agenda política. Lo primero que habría que hacer es exigir a los países de origen unas políticas de integración. No solo no existen, si no que desde los gobiernos se ha favorecido la salida del país de estos ciudadanos.

Rumanía, y en menor grado Bulgaria, deben respetar los principios que conforman la Unión Europea a la que pertenecen.