Decía Platón en su República que: "El gobernante no está para atender a su propio bien, sino al de los gobernados. Los hombres de bien no deben estar dispuestos a gobernar ni por dinero ni por honores". En el Libro VIII, añade: "La riqueza almacenada destruye a los gobernantes que empiezan por inventarse nuevos modos de ganar y gastar dinero y llegan a violentar las leyes". Aristóteles también dejó dicho: "La política y la moral deben ir siempre unidas, y nunca separadas". Kant invocaba el "deber por el deber", o sea, lo que se debe hacer hay que hacerlo por obligación, pero sin esperar nada a cambio, y reprobaba que el ejercicio del deber pudiera ser utilizado para conseguir intereses particulares, bastardos o espúreos. Y Tierno Galván aseveró que: "Los bolsillos de los gobernantes deben ser trasparentes".

Pero, claro, luego todo está condicionado por lo que también dijera Quevedo : "Poderoso caballero es don dinero". Y quizá por eso sea que la corrupción pública nos invade por todas partes y parece ser el signo de nuestro tiempo, estando relacionada mayormente con el Urbanismo, habiendo ya sido implicados en causas judiciales presidentes y expresidentes de comunidades autónomas, consejeros, exaltos cargos, alcaldes, concejales, etcétera, de la mayoría de los partidos. Por algo será que las concejalías y demás cargos relacionados con la construcción, terrenos urbanos, urbanizables, su recalificación, etcétera, son tan codiciados y tanto se los disputan quienes gobiernan. Y España ha pasado ya a ocupar el deshonroso puesto número 32 en el ranking de prácticas corruptas, con pérdida de cuatro puestos. De esa forma, nada debe extrañar que la clase política y la democracia se estén devaluando y desprestigiando cada vez más, y que en cada convocatoria electoral haya cada vez más abstenciones y votos en blanco.

Lo más paradójico de la corrupción pública es que los titulares de la representación popular que la practican, pese a tener como obligación actuar en beneficio del pueblo que les vota y al que deberían servir en lugar de servirse del mismo, una vez que son elegidos, ejercen sus funciones en perjuicio de los intereses de la comunidad, aprovechándose del cargo para satisfacerse a sí mismo, confundiendo lo público con lo propio, traicionando la confianza de los votantes y del propio partido que les ha nominado.

Y el pueblo siente ya hartazgo social por tantos y tan vergonzosos escándalos, porque los niveles de corrupción son impresentables, bochornosos, sonrojantes y odiosos. Es el tercer problema de los españoles. Durante las elecciones, a los candidatos se les llena la boca ofreciendo todo lo mejor y la solución de los problemas, pero algunos en cuanto alcanzan el poder les falta tiempo para fijarse como único objetivo el de enriquecerse a costa del dinero público de todos. La impresión que dejan en la opinión pública es que para qué van a votar, si todos son iguales, a pesar de que todavía queden políticos probos y honestos que me consta que la política incluso les cuesta dinero.

Esos políticos desaprensivos --los que lo sean-- deberían concienciarse, muy seriamente, de que la corrupción hiere la dignidad de la ciudadanía, de ellos mismos, y afecta a la esencia de los valores democráticos, ya que su conducta avara atenta contra la justicia, puede poner en peligro la democracia y hace quebrar la confianza y el respeto de los ciudadanos hacia la política y las instituciones. La corrupción es una lacra social que es necesario erradicar con firme y decidida determinación. Hace falta que los partidos se impongan códigos de buena conducta que cumplan a rajatabla y con rigor, de manera que ante cualquier imputación judicial todo presunto culpable, cese de inmediato en el cargo, sin perjuicio de su restitución si luego el presunto es declarado incólume. Pero todavía se cree más importante promulgar una normativa legal adecuada y eficaz para que ningún corrupto condenado judicialmente deje de devolver el dinero defraudado, porque si no, continuarán riéndose de la Justicia y de los ciudadanos honrados.