La detención del alcalde de Totana, José Martínez Andreo, del Partido Popular, por presuntos delitos de corrupción relacionados con intereses urbanísticos perpetrados en la localidad murciana vuelve a poner sobre la mesa de la actualidad informativa una de las más graves deficiencias de nuestra democracia: la connivencia de las autoridades políticas con grupos empresariales, muy particularmente del sector inmobiliario.

Buena parte del desprestigio que sufre de la llamada clase política viene del hecho cierto de que en los últimos años han proliferado los pelotazos vinculados a recalificaciones de terrenos u otras operaciones urbanísticas de las que alcaldes y concejales han terminado sacando tajada, bien para ellos, bien para su partido y muchas veces para ambos, y casi siempre en la impunidad. De hecho, en la comunidad murciana, que se ha caracterizado por ser una de las más dinámicas en el sector de la construcción, hay nada menos que 20 personas pertenecientes al PP imputadas por casos de corrupción. Es decir, que lo que en los últimos días se ha sabido de Totana no es un caso aislado, sino otro episodio más del rosario de escándalos que sacuden la geografía del país.

Instalados en una estéril carrera de descalificaciones mutuas, que a la postre resulta incomprensible para los ciudadanos, los partidos políticos parecen incapaces de entrar a fondo en la batalla contra la corrupción.

En este sentido, la reacción de Eduardo Zaplana, portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, ante el escándalo de Totana es un notable despropósito. Zaplana ha llegado a insinuar que las detenciones del alcalde y otras personas vinculadas a la trama de la localidad murciana fueron impulsadas por el ministro del Interior, como si se tratara de una vendetta política antes que una iniciativa judicial a la vista de unos hechos que merecen ser investigados y puestos en claro. Y es que en lugar de apartar a los corruptos de su organización y de dar todo tipo de explicaciones a la opinión pública, los dirigentes populares se esconden en una intolerable demagogia.

Es cierto que otros partidos, entre ellos, el PSOE, han registrado en sus filas casos de corrupción. Pero en la derecha más rancia se ha extendido la actitud de contemplar la política como una vía para el enriquecimiento personal, aprovechando las inmensas ansias de negocio fácil de empresarios desaprensivos.

No estaría de más que en el debate que se va a vivir en los próximos tres meses hasta las elecciones generales del próximo mes de marzo, el asunto de la corrupción no quedara al margen. No tanto como un arma arrojadiza entre partidos, sino como un problema real que afecta a la calidad de nuestra democracia y al uso del dinero de todos en beneficio de unos personajes que merecen duras penas por haber traicionado a la ciudadanía en el ejercicio de sus funciones públicas.