Plumas estilográficas de 18.000 euros en la trama Púnica, decenas de coches de primer nivel en las cocheras de los Pujol, un Miró en los cuartos de baño de Juan Antonio Roca, mariscadas de UGT, subvenciones millonarias a organizaciones independentistas, el dúplex de 495 m2 de Ignacio González o las tarjetas Black de libre albedrío... Ese lujo chusco demuestra que la corrupción, además de inmoral, es obscena.

Los ciudadanos asistimos impotentes a un espectáculo bochornoso pagado con nuestro dinero mientras los dirigentes incumplen las leyes que ellos deberían regular para favorecer el bienestar social. Tenemos la percepción de que si el político con algo de poder no delinque hoy no es porque no puede sino porque no quiere. Y a todo esto, nuestro único recurso es cambiar en las urnas a corruptos experimentados por otros a medio hacer.

España lleva la picaresca -que es la corrupción de bolsillo- en las venas. Hasta hace no demasiado jaleábamos con orgullo nuestra condición de pillos, pero, ahora que unos y otros han desmantelado la caja del Estado, esa picaresca pesa en nuestras espaldas como si de una mole de piedra de las pirámides de Egipto se tratara.

El pillaje no es un asunto exclusivo de políticos, por mucho que ellos lo practiquen con gran maestría. Cada poco tiempo conocemos por la prensa los casos de funcionarios que llevan años sin trabajar un solo día.

La mitad de los españoles critica estas prácticas mientras la otra mitad anhela poder hacerlo. El ciudadano decente deposita su único consuelo en el peso de la justicia, que antes o después castiga a los corruptos, aunque sea con años de retraso.

España lleva en su linaje la ponzoña del pillaje y la picaresca. Desde el Lazarillo de Tormes o Rinconete y Cortadillo hasta el Miró del cuarto de baño pasando por Mario Conde, el relato de nuestro devenir lleva la firma de la corruptela.