El baloncesto es un juego muy pensado y rápido a la vez, en el que se estudian muy bien las jugadas y se producen muchos cambios en poco tiempo; y Cáceres es una ciudad muy baloncestera , muchos cacereños le hemos cogido el gustillo al viernes de cesta y punto, y uno de cada dos ocupamos nuestro poyito de plástico duro para comernos las uñas los más nerviosos, hacer de palmeros los más tranquilos, o llevar a la práctica sus conocimientos del vocabulario soez los más exaltados o contestatarios contra los árbitros. Esta pareja de señores --o señor y señora-- reguladores de las acciones del juego, a veces se convierten en esponjas que absorben todas esas dicciones malsonantes que a algunos aficionados les estorban en la boca y sueltan cada vez que los del silbato ven lo que éstos no quieren que vean. Y cuando termina el partido, los susodichos aficionados salen del Multiusos con la lengua desahogada, y los del silbato con varios kilos de insultos dentro de sus oídos.

Me viene a la mente un aficionado muy peculiar, al que no llegué a conocer personalmente, que se sentaba cerca de mí cuando tuvimos en la ciudad otro equipo de baloncesto jugando hace unos años. Era el típico hincha militante que apenas comenzaba el partido ametrallaba a los árbitros con una suculenta letanía de improperios: desde cornudos hasta mamones; desde cabropiiii hasta hijos de piiii. Un día se sentó a su lado una señora setentona que resultó ser madre de uno de los árbitros. Como es natural, a la dama no gustó nada oír aquella lluvia de ofensas lanzadas a su hijo y comenzó a arremeter con su bolso contra su deslenguado vecino de fila, quien tuvo que ser atendido en el hospital de varias heridas en la cabeza. A partir de aquel día el agredido aficionado, que no podía contener su tendencia a protestar siempre lo que pitaban contra su equipo, increpaba a los árbitros gritando: "¡Tunantes, pillines, malandrines!". Y cosas así.