Escritor

Estoy convencido de que cada libro tiene su momento y busca incluso su lugar. Así, muchos años después de que fuera publicado por primera vez y en un sitio muy alejado del paisaje (físico y del alma) que le inspiró, he leído (en el más amplio y exacto sentido de la palabra) Libro de Agricultura, acaso la mejor obra de Bernardo Víctor Carande, que ha rescatado, con gran sentido de la oportunidad, la Editora Regional. Para uno, que lo conoce y lo lee desde hace más de un par de décadas, Carande está indisolublemente unido a Capela, la finca que protagoniza su libro y la revista del mismo nombre que le sirvió para reflexionar en voz alta sobre la vida de un hombre en el campo. No he elegido al azar el título de este artículo: en sus memorias agrarias hay un velado homenaje a uno de los colaboradores habituales de la citada revista (donde yo le conocí), José Antonio Muñoz Rojas, el poeta antequerano, autor de una joya literaria de título homónimo.

Da cuenta aquí Carande de un mundo que no existe. Que no existía ya en 1983, cuando da por terminado su dietario. Uno, que no entiende nada de agricultura pero que ama (con perdón) el campo, no sabe al leerlo qué aprecia más: si la forma en que está escrito (personal e intransferible, sin duda: con estilo propio) o la serena sabiduría que a ratos rezuma, teñida, cómo no, de humor e ironía. "Esto se acaba", dice y para que lectores como usted y como yo podamos conocerlo, siquiera sea de una forma diferida, se decide a contar lo que le pasa a lo largo de unos años cruciales (desde 1953) en que, según algunos, España (un poco más tarde Extremadura, a la que preserva la pobreza), dejó de ser un país cervantino.

Después de leer Libro de Agricultura uno siente, paradójicamente, nostalgia de lo que no conoció, como si fuera posible añorar lo que no se ha vivido. Este es, claro está, el misterio de la literatura, que es lo que prima en este breve tratado que no en vano está escrito por un hombre ilustrado; alguien que, por eso, es capaz de apreciar la belleza del campo a pesar de trabajar en él. Desde el principio nos advierte que el que llega a Capela no es un campesino sino un ignorante que no entiende nada de cosechas, ganado, sequías, plagas, tratos y demás desastres habituales en ese medio hostil. No digamos de maquinaria. Hay un precioso tratado de mecánica terrestre dentro del libro, contrapunto ideal entre el mundo moderno y el preindustrial. Al final, supongo, acaba sabiéndolo casi todo de hombres, animales y máquinas pero no por eso vence la cadena de catástrofes que de forma sucesiva se van abatiendo sobre él. En este sentido, estamos ante la crónica de una derrota. Engrandecida, eso sí, por lo que tiene de épica. Seduce la constatación de que la suya es una vida a la intemperie, herida por la soledad ("Solos al fin. Al fin solos, el campo y tú"), la del que creyó que no venía a luchar contra los elementos y en esa inútil pero hermosa tarea consume su dura existencia. Existencia que no difiere de la que han sufrido y sufren los agraviados agricultores y ganaderos extremeños por lo que no dudo en recomendar su lectura a Floriano y a su amigo Fischler.

Leído frente al mar de Cádiz, la Extremadura escrita (más que descrita) por Carande cobra indudables visos metafísicos. El, a pesar de todo, dice a modo de conclusión, "se sale a la intemperie a esperar. Por primavera volverá la oropéndola". Y que así siga siendo.