De joven soñaba ser escritor, así que pensé en estudiar Filología. Hasta que consulté los programas académicos y cambié de idea. ¿A qué tanto desmontar y montar oraciones, o ese fetichista afán por las propias palabras? Yo entendía que escribir era, ante todo, tener algo que decir, pero en esos programas nadie se ocupaba particularmente de eso. Así que me matriculé en Filosofía. Si se trataba de decir algo importante -pensaba- , qué mejor que aprender de los filósofos.

Mas en la Facultad de Filosofía imperaba la novísima (y antigua) idea de que el «qué (decir)» estaba tan (in)sustancialmente confundido al «cómo (decirlo)» que casi no había más tema a tratar que el de cómo tratar los temas. Y así, entre hermeneutas post-modernos, locuaces nihilistas y místicos del habla, se confabulaba la fabulosa idea de que toda idea no era sino la forma de una fábula, juego o metáfora sacra e inefable. La vieja verdad, en fin, de que nada es verdad ni mentira, y de que todo depende del cristal (época, paradigma, juego…) con que se mira. Todo esto no me parecía muy lógico (aunque para aquellos filósofos que creían que la lógica era también juego, esta objeción era -lógicamente- inválida).

Luego me metí en esto de la educación. Y al poco me encontré con el mismo cuento. La creencia de que lo que sustancialmente importa es el «cómo», la metodología, los medios, la acción (y no el «qué», los contenidos, los fines, la reflexión). El «cristal», y no «lo que se mira».

Desde entonces, en los proyectos pedagógicos más innovadores siempre topo con los mismos tópicos sobre «la creatividad», «las metodologías activas», «la importancia del contexto», o la «deseable asepsia ideológica de la educación». Todo esta pedagogía es, a mi juicio (aun siendo superior a la tradicional) presa de ideas pobres o falsas.

Empecemos por la obsesión por la creatividad. ¿Es esta un fin en sí misma o más bien una técnica al servicio de ciertos fines e ideales? Sin fines y pautas la creatividad es un juego imposible. Una buena educación depende de la verdad, bondad y belleza de los contenidos, acciones y formas a las que la creatividad y otras herramientas eventualmente sirven. ¡Y no del valor de esas mismas herramientas!

Algo semejante cabe decir de la imaginación. No se trata de enseñársela a los niños (¡la tienen de sobra por defecto!), sino de encauzarla hacia vías superiores de conocimiento. Es natural. Si los dejamos los niños tienden a desasirse de la imaginación como de las muelas de leche. Los adultos creen que sufren cuando se desbarata su mundo de fantasías, pero esa decepción no es comparable con el entusiasmo que genera ir descubriendo la verdad. Peter Pan, ese fantasioso niño (inventado por adultos) que no quería crecer, era un pobre tarado.

Una prueba de que la creatividad en sí misma no vale nada, es que vale para todo: la reivindican tanto los pedagogos progresistas como los empresarios liberales. Una prueba de que el culto a la imaginación (o a la emotividad) es pernicioso es que son herramientas de dominación comunes a todo tipo de totalitarismos y dogmatismos sectarios. Cuanta más ignorancia e injusticia se pretende mantener, más imágenes, mitos y emociones hacen falta.

De otro lado, la insistencia en ciertas metodologías es sospechosa. ¿Habrá cosas más potencialmente manipuladoras que un juego, un dibujo, una canción, o una dinámica de grupos? La palabra y el diálogo permiten la autorreferencia y la reflexión. La imagen o el arte (a no ser que luego se dé la palabra) no. Por eso son medios fabulosos para infundir de forma dogmática e inconsciente todo tipo de ideas (porque la asepsia ideológica que se pretende es, por supuesto, imposible: todo -incluso no decir nada- es ideología).

Y finalmente está la (pésima) idea de que las cosas se aprenden haciéndolas y no pensándolas. Como si hacer sin pensar fuera algo más que un imposible ejercicio de ceguera. O como si pensar no fuera el hacer más lúcido. Nadie aprende con la acción, sino con la reflexión (y el más sabio, solo con ella). Piénselo, colegas, y dejen de moverlo todo para nada. Lo que más importa (mover) son las ideas: el «qué». El «cómo» viene después.