Han pasado tres semanas desde la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio de la escuela Normal de Iguala y lo que ha ocurrido es el descubrimiento de seis fosas clandestinas con restos humanos en el mismo estado mexicano de Guerrero, solo que dichos restos no se corresponden con los de los aspirantes a maestro desaparecidos. Si las autoridades debían resolver un gravísimo caso criminal, ahora el trabajo se les ha multiplicado. No se trata solo de las desapariciones de personas. De lo que se trata es de la sangrante evidencia de que la degradación ya es total, de que la ley, el orden, los derechos humanos y demás componentes fundamentales de un Estado de derecho no existen en esta particular región de México.

El poderío de las bandas de narcotraficantes capaces de comprarlo todo, desde las voluntades políticas a las policiales, lleva años ensangrentando México gozando al mismo tiempo de una total impunidad sin que la guerra militarizada decretada por el anterior presidente, Felipe Calderón , dedicada a decapitar las cúpulas criminales surtiera mucho efecto. Por debajo de la cúpula siempre hay un sotobosque de jefecillos dispuestos al relevo. Lo que las desapariciones de Iguala revelan es otra cara aún más tenebrosa de la violencia consistente en aterrorizar a la población cebándose en quienes cuestionan este estado de cosas. Es el caso de los muchachos de esta ciudad del estado mexicano de Guerrero.

La tardanza en investigar lo ocurrido, la falta de resultados mientras aparecen evidencias de otras fechorías ha desatado la ira popular desafiando así abiertamente a Enrique Peña Nieto , el presidente al que le faltó capacidad de reacción ante lo ocurrido con los estudiantes y lo que ello podía significar. Con su voluntad reformadora y modernizadora el jefe del Estado estaba consiguiendo alejar aquella imagen de violencia, corrupción, complicidad entre la política, los negocios y el crimen organizado e impunidad que ha dominado la vida mexicana durante varias décadas. Lo ocurrido en Iguala es el recordatorio de que aquella situación se mantiene viva.

Las autoridades mexicanas deben dar de inmediato satisfacción a la creciente indignación de la población. Cuanto más tarden en hacerlo, mucho peor será la respuesta de unas gentes a quienes ya no les queda ni la esperanza.