La política es mala compañera. La limpia confrontación de las ideas en manos de los partidos políticos tiende a la putrefacción. El triste asunto de la prisión permanente revisable, por ejemplo. Debate carroñero. Parece mentira, y resulta patético, que personas inteligentes y cultas enfanguen en partidismo cuestiones que merecen enorme prudencia y sesuda reflexión.

¿Cadena perpetua? No. Treinta años son muchos años. Aunque no se cumplan en su totalidad. Quince también. En esto nadie mejor que Concepción Arenal, aquella maestra que nos predicó el odio por el delito, pero, y sobre todo, la compasión por el delincuente. Nobilísima aspiración, aunque, en ocasiones, sea haga difícil compadecer a ciertos delincuentes.

¿Reinserción? Por supuesto, sí. La pena sin esperanza es tortura. La constitución vigente resulta meridiana cuando establece que las penas privativas de libertad estarán orientadas a la reinserción social. Lo manda la Constitución Española, pero también, y fundamentalmente, el conjunto de valores que nos inspira como civilización.

Sentado lo cual, no está de más reconocer que todo crimen precisa su castigo. En caliente, pero también en frío. Y esto no es una manifestación de barbarie, al contrario, es la señal inequívoca de que vivimos en un entorno civilizado. El Estado dispone, entre otras herramientas, del «ius puniendi», del derecho a sancionar, a penar, y, aún dicho en toda su crudeza, a reprimir.

Casos recentísimos han exacerbado los odios del pueblo (de algunos elementos del pueblo). Algunos, ante crímenes execrables, desatan sus odios, no contra el delito en sí mismo, sino contra el propio delincuente. Y eso es también parte de la barbarie. Son los más bajos instintos, el alimento del odio. Y frente a la barbarie, la ley. Tenemos, y debemos sentirnos orgullosos de vivir al amparo de un estado de derecho, donde el poder y todas sus expresiones, incluido el «ius puniendi», están regulados y tasados por las leyes. Fuera de ahí, fuera de los cauces legales, solo está la barbarie.

¿Venganza? No. ¿Para qué hablar de venganza cuando basta decir justicia? Determinados delitos exigen severos castigos acordes con su gravedad. Dentro de la ley, por supuesto. Cuando se mata a un niño de ocho años no basta con aspirar a que el asesino acabe reinsertándose. La sociedad debe tener el pulso firme para castigar a los culpables. Por mucho que Rousseau proclamara la bondad natural del hombre, la realidad, obstinada, nos obliga, en ocasiones, al castigo de los malvados, a la expiación de la culpa y, no menos importante, a la prevención de la reincidencia. Toda sociedad que merezca tal nombre es siempre la lucha, más o menos latente, entre el bien y el mal. ¿Mano dura? No, justicia.

Luego está la política. Es curioso leer como algunos que, hace tan solo cuatro meses, jaleaban condenas a cadena perpetua ahora están en contra de la prisión permanente revisable. Es la ponzoña política, la que envenena un debate de importancia que, por otro lado, debería ser limpio y sosegado. ¡Ay, la política! El arte del a veces sí, a veces no. A veces le preguntamos al pueblo, a veces somos asamblearios, y, a veces, mejor no le preguntamos. Porque, dicho sea de paso, ¿alguien se atreve a preguntar a los españoles, por ejemplo, si están o no a favor de la pena de muerte? No sé cuál sería el resultado, pero de lo que estoy seguro es que si les preguntamos si es de recibo que monstruos criminales cobren de las arcas públicas por su sola condición de monstruos, la respuesta sería no. No, no es de recibo. Vientos del pueblo que solo invocamos cuando soplan a nuestro favor.

Termino. ¿Todos los delincuentes se reinsertan? Evidentemente, no. Es más, al hilo del asunto de la prisión permanente revisable, me hago (les hago) una última pregunta: si el fin constitucional de la pena es la reinserción, ¿no sería lógico que la pena de privación de libertad se mantuviera hasta la total reinserción del penado?