Mañana jueves se debate en el Congreso la derogación de la ‘prisión permanente revisable’ (PPR) aprobada hace tres años por el PP. La mala suerte ha querido que coincida con una ola de indignación provocada por el reciente y terrible asesinato de un niño. La sociedad (y los medios que viven de complacerla) es adicta a cierto tipo de crímenes y horrores morbosos (no cualesquiera: los cientos de niños que mueren cada día en guerras, de hambre o enfermedades curables no causan olas de indignación). Ha pasado siempre (recuerdo las noticias del viejo semanario El Caso) y seguramente responde a mecanismos sociales y simbólicos muy profundos. Sea como fuere, al suceso, ya convertido en show mediático, le ha seguido la previsible explosión de demagogia histérica en torno a los delitos y las penas, incluyendo la petición para que la PPR no sea derogada (sino, incluso, ampliada a un rango mayor de delitos, algo en lo que -nadando a favor de la corriente- estaba ya el PP). Se hace imprescindible, pues, recordar los poderosos argumentos por los que la ‘prisión permanente revisable’ es un absoluto despropósito.

(1) Según la ley, la PPR no es revisable hasta los 25 años de condena (35 en los delitos más graves) y tras haber accedido previamente al tercer grado. Ahora bien, dados los requisitos establecidos y las deficiencias del tratamiento penitenciario (falta de medios y políticas de reinserción) de cuyos resultados depende la revisión de la pena, esta equivale, de hecho, a una cadena perpetua sin esperanzas realistas de libertad (lo que vulnera explícitamente el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos).

(2) La PPR es una medida demagógica que jamás se ha demostrado útil para atajar los delitos a los que se aplica y que se funda en la creencia falaz del «origen legislativo de la delincuencia» -según la cual «hay delito porque la ley es débil o permisiva, luego la solución es endurecer la ley»-. Es falaz porque cualquier experto sabe que los índice de criminalidad están relacionados con la prevención, la salud mental, las creencias, la permisividad social de ciertas conductas o la marginalidad mucho antes que con el número de años o la crueldad de las condenas.

(3) El codigo penal español -uno de los más duros de Europa- contempla penas íntegras de hasta 40 años de cárcel, lo cual, unido a las dificultades para acceder a beneficios penitenciarios, supone ya, de facto, una cadena perpetua. La PPR no es, pues, una novedad que venga a resolver nada, sino más bien un retroceso (en concreto a la dictadura de Primo de Rivera, que es la última vez que se promulgó la PPR).

(4) La situación de la PPR que se contempla en algunos países de nuestro entorno tiene poco que ver con la nuestra. En estos países la prisión convencional llega como máximo a los 15/20 años (no a los 40 como aquí), y la PPR es revisable a los 15 (Alemania), los 18 (Francia) o a los 12 (Finlandia), no a los 25 o 35 años.

(5) Si la justicia tiene algo que ver con revertir o compensar un mal, ha de procurar la educación del malvado (trocar mal por bien), y no la mera venganza. Una medida que mantenga encerrado a alguien 25 años independientemente de su voluntad y capacidad para redimirse no puede ser, por tanto, justa; ni tampoco constitucional (nuestra constitución prioriza la reeducación sobre el castigo). Ante esto solo cabe el prejuicio de la «irrecuperabilidad» o «no educabilidad» del criminal, lo que supone que este es o bien un monstruo o animal inhumano (todo humano es por definición educable), o bien un enfermo o discapacitado mental, y, por lo tanto, la extinción del delito (¿quién podría culpar de nada a un animal o a un enfermo mental?).

La PPR es, en fin, una cadena perpetua encubierta, inútil para evitar delitos, innecesaria como aparato de venganza (ya hay condenas de 40 años), injusta e inconstitucional. ¿Qué tal si la cambiamos por medidas que hagan realidad el fin reeducativo de las penas, garanticen la integración de los ex convictos y, en caso necesario, el control concienzudo de los que supongan mayor riesgo de reincidencia? No será tan barato o útil para ganar votos. Pero sí más justo y eficaz.