Como ha quedado plasmado en la información que días atrás publicó este periódico, la crisis económica que estamos padeciendo empieza a hacer estragos y se ceba en el sector social más débil, el de la inmigración. La debacle de la construcción --en Extremadura se han perdido 5.000 empleos en este sector en el último año-- empuja a muchos ciudadanos de origen extranjero al paro e impide la progresiva adaptación que estaban consiguiendo en un país nuevo para ellos. Además, el encarecimiento del precio del dinero y el aumento de las hipotecas están cercenando de raíz el sueño europeo de muchos de ellos, la voluntad de integrarse con sus familias en una sociedad que les daba la oportunidad del empleo y de la prosperidad.

Ateniéndonos a las cifras, el problema empieza a ser considerable, aunque es cierto que lo es más en el conjunto de España que en la región, donde el fenómeno de la inmigración estable, no aquella de temporada o circunscrita a las campaña agrícolas, no llega al 5% de la población.

En primer lugar es considerable por el drama individual que comporta. Los testimonios de los afectados quedan sobre la mesa como una especie de fracaso personal, como la quiebra de un interés explícito de arraigo en virtud del derecho a un futuro mejor para ellos y sus familias. En segundo lugar, se vislumbra un panorama general ciertamente preocupante. Si en un primer estadio, la llegada de inmigrantes (marroquís, subsaharianos, rumanos o de otras procedencias) se desarrollaba con parámetros de inestabilidad y precariedad económicas para pasar después a una determinada etapa de asentamiento, ahora (con la eclosión de la crisis, cuyo último atisbo es la previsión a la baja del crecimiento de España, que ha hecho el vicepresidente Solbes) parece que estamos ante la posibilidad cierta de un paso atrás, con lo que ello conlleva de toque de alarma en cuanto a dignidad de las personas y problemáticas de todo tipo.

Acceder a una vivienda significa mucho más que un avance en el entramado social. Mucho más que un alejamiento del lado oscuro en que se ha movido buena parte de la inmigración en nuestro país. Un piso significa una apuesta por la normalidad, por la cohesión, por la convivencia. Tener que renunciar a estas conquistas (por menores que sean) introduce, sin lugar a dudas, un serio factor de desestabilización.

La sociedad, en su conjunto, tiene el deber de procurar que la ola que se avecina no alcance niveles críticos. La Administración, como ha ocurrido en otros lugares, tiene que estudiar la implantación de medidas que aminoren el riesgo. No solo por un mínimo respeto a quienes apostaron por quedarse a vivir en paz entre nosotros, sino también como política disuasoria ante la eventualidad de una deriva colectiva que, a partir del drama individual, podría acabar en una tragedia para la convivencia, como se ha visto que ocurre incluso en países con un Estado fuerte y con una sociedad de larga cultura de acogida de inmigrantes.