WLw a comunidad internacional asiste entre frustrada y escéptica, según los casos, al descarrilamiento, quién sabe si definitivo, del proyecto de creación de un Estado palestino. Después de semanas de combates en la franja de Gaza, se ha pasado de un futuro posible, aunque sin fecha, con una entidad palestina dividida en dos partes y de dudosa viabilidad política y funcional, a otro en el que asoma el espectro de dos estados-bantustanes --por un lado, Gaza; por otro, Cisjordania-- del todo inviables, sometidos a la lógica de una guerra sectaria. Para la población de ambas zonas que lleva décadas sufriendo los efectos de este enfrentamiento fratricida, ningún escenario podría resultar más perverso que este que se les viene encima.

Y es que ni siquiera los más pesimistas llegaron a imaginar en agosto del 2005, cuando el general Sharon decidió desenganchar Gaza de Israel, que se cumplirían tan pronto sus peores presagios, en aquel momento tomados como apocalípticos . Pero los hechos han demostrado que la condena al aislamiento, la superpoblación y la pobreza dictada entonces, ha sido terreno abonado para el éxito político de Hamás y para la imposibilidad de reunir en un solo Gobierno el activismo militarizado de los islamistas y el posibilismo sinuoso de la organización creada por el presidente Yasir Arafat, Al Fatá. A diferencia de éste, habituado a la componenda y la prestidigitación, su sucesor, Mahmud Abbás, carece entre los suyos de la autoridad y el prestigio precisos para imitarle.

Solo las versiones más interesadas del conflicto pueden sostener que esta guerra entre palestinos es responsabilidad exclusiva de los bandos enfrentados. La oposición de Occidente, en general, y de Estados Unidos e Israel, de manera muy particular, a aceptar la victoria electoral de Hamás de enero del 2006 ha pesado casi tanto como la renuncia de Hamás a aceptar las reglas más convencionales de la política y la diplomacia, incluido el reconocimiento del estado de Israel. Lo cual ha encastillado a los fundamentalistas que gobiernan a ambos lados de la divisoria y ha engordado sus filas a pesar de sus errores.

Por desgracia, poco cuenta que, en este panorama desolador, vuelva a encabezar el laborismo israelí el exprimer ministro Ehud Barak, el último en negociar --en julio del 2000-- con el presidente Arafat en un momento en que el Despacho Oval de la Casa Blanca estaba ocupado por Bill Clinton, un presidente que, a diferencia de su sucesor, tuvo voluntad de resolver el conflicto con un acuerdo de largo alcance sobre la base del reconocimiento mutuo de Israel y Palestina. Pero la política de tierra quemada practicada durante los últimos seis años por Ariel Sharon y Ehud Olmert ha arraigado más que nunca en una sociedad asustada y militarizada. De la dirección de la tragedia se han hecho cargo, en Israel y Palestina, los convencidos de que cuanto peor, mejor para sus intereses.