La enfermedad de Rocío Jurado ha sido la crónica de una muerte televisada. Durante meses hemos sido informados sobre su enfermedad, su evolución y su agonía. La última semana ha sido especialmente sangrante a nivel informativo: hasta los telediarios daban testimonio del estado de la cantante ante la entrada de su residencia. Toda España sabía quién entraba y salía, cómo lo hacían, qué expresaba su rostro, de qué color era su ropa... Los familiares pedían y hasta suplicaban, a estos periodistas de las vísceras, que se respetase su dolor, que no se subiesen a las vallas para fotografiarles o filmarles: fumarse un cigarrillo o compartir el llanto y el dolor con un familiar o amigo dejaban de ser algo privado para convertirse en espectáculo público. No sirvieron de nada los ruegos, ni la amabilidad con la prensa, a quien darle la mano implica quedarse sin los dos brazos. La voracidad informativa llega hasta tal punto que el hecho de bajar la ventanilla del coche para hablar con esta prensa acosadora ha proporcionado la imagen de una periodista , micrófono en mano, introduciendo su cabeza en el interior del automóvil. ¿Realmente necesitamos saber cómo se sienten los familiares o si entran y salen del domicilio con lágrimas en los ojos? ¿Estamos tan anestesiados que no somos capaces de ponernos en la piel de quien sufre o de recordar nuestros propios momentos de sufrimiento, para imaginarnos, por nosotros mismos, el terrible trago por el que están pasando quienes pierden a un ser querido? No es la primera vez, ni será la última: la vida, la enfermedad y la muerte como espectáculo televisivo: ahora todos sabemos, desgraciadamente, lo que toca. Descanse en paz Rocío, aunque me temo que ni eso le permitirán.

Alberto Ríos Mosteiro **