Según cuenta su último biógrafo, Le Corbusier pasó los años finales de su vida con una vértebra humana colgada del cuello. Dicen que al morir su mujer se procedió a la incineración, pero, de modo inexplicable, entre las cenizas apareció una vértebra intacta. Una vértebra es un elemento perfecto para ilustrar la tarea del arquitecto. La columna vertebral, esa sinusoide flexible formada por pequeñas piezas de prodigioso diseño, debería figurar en el escudo de armas de los arquitectos. Durante miles de años, ellos fueron quienes decidían nuestro modo de vivir y, mientras fue cosa suya, nuestras habitaciones fueron dignas. Podían resolver cómo se honraba a los dioses y levantaban templos, pero también cómo tenían que veranear los potentados y aparecían las villas palladianas. En la actualidad ya no deciden ellos, sino las empresas constructoras. Los arquitectos ahora consumen dos tercios de su tiempo en discusiones con colegios, abogados, seguros, funcionarios y otras especies que chupan de la raíz. A la arquitectura real le pueden dedicar, como mucho, una de cada tres horas perdidas en batallar contra la burocracia. Todavía había arquitectos, cuando yo estudiaba. Dibujaban con elegancia, reconocían el terreno como exploradores victorianos, examinaban los materiales al tacto y a veces al gusto (lamiendo un ladrillo, medían su impermeabilidad); para ellos, un paisaje era una escultura, y un edificio, el remate que debía glorificar ese paisaje. Hace pocos días murió un excelente arquitecto por quien yo tenía respeto y afecto. Puede parecer una broma, pero no lo es: entendí a la perfección el arte de Alfonso Milá cuando le vi en una de sus frecuentes imitaciones de insectos. ¡Qué rigor en el detalle! Frotaba los codos como un saltamontes, zumbaba a cuatro patas con el zigzag espasmódico de las moscas, alzaba los élitros del coleóptero, trotaba de hormiga o saltaba de pulga. Era el suyo un arte refinado, de minuciosa observación y mímesis, el de alguien para quien las máquinas naturales son el mejor modelo de adaptación. Como la vértebra de Le Corbusier.