Es agotador tratar de hablar de machismo en determinados contextos. En la gran mayoría. Habría que tomárselo a risa de no ser tan serio el tema. Cuando señalas el machismo de una actitud, situación o comentario concreto de la vida diaria, sueles toparte con un reproche que lanza un callado y molesto: «¿A qué viene eso ahora?». Eso, si no aparece directamente un: «Ya estamos otra vez con ese cuento».

Y resulta especialmente paradójico porque al machismo, y a sus consecuencias, les falta justo eso: un cuento que los narre. Entiendan que no hablo de ficción, ojalá todo fuera delirio, sino de una narrativa que arroje por sí misma la realidad que no quiere verse. La verdad sin tapujos. Porque si contáramos los casos de cada mujer asesinada (cojamos como ejemplo la expresión más terrible del machismo) veríamos que no son episodios aislados, sino que hay una historia común detrás que los explica. Si identificáramos bien al asesino, al agresor, y pusiéramos definitivamente el foco en él, en ellos, veríamos que hay un claro porqué. Una razón reconocible que se puede y se debe combatir: el patriarcado. Y paro aquí. Me temo que en este momento, al pronunciar esa palabra, la actitud de cansancio irritado que les comentaba al principio se habrá transformado en un desprecio arrogante.

Fue la experta Juana Gallego la que me hizo pensar en esto. «Los medios siguen abordando la violencia machista como algo fáctico, inexplicable e impredecible, como hechos aislados. Solo se dan cifras, no se contextualiza». Y así lo trasladan a la sociedad. Recordaba el caso de Ana Orantes, que supuso un punto de inflexión. Fue en 1997 cuando, a sus 60 años, denunció en televisión los maltratos que su ex-marido José Parejo le había propinado una vida entera. Días después, la quemó viva rociándola de gasolina delante de su hijo de 14 años. Muchas personas vivieron con ella la crueldad del hombre que considera su vergüenza, su sufrimiento y su vida más importantes que los de su mujer, y le despreciaron al experimentar su determinación por ganar a cualquier precio, incluso si había que llegar hasta las últimas consecuencias. Aquello fue una bofetada del peor producto del patriarcado.

Hubo una ola de indignación. Era necesario echar a ese hombre de nuestras vidas. A todos esos hombres y sus actitudes. Y para conseguirlo fue, y sigue siendo, fundamental el feminismo. «Ana Orantes somos todas», dijo entonces gran parte de la sociedad. Pero también somos las cientos de mujeres asesinadas (maltratadas, discriminadas, humilladas) que vinieron después. Y las que, por desgracia, vendrán... Resulta insoportable saber que será así cuando tenemos ahí delante la causa y nos negamos a combatirla. ¿Y por qué no lo hacemos? En gran parte porque a demasiados de ustedes eso del machismo les suena a cuento.

* Periodista